la Hoja en Blanco

3 abril, 2014

Las cartas al Coronel. Estar solo y tener tos.

Filed under: Las cartas al Coronel — José Armando Alonso Arenas @ 11:00 pm
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La identidad acaricia el piano callado,

ese que no suena.

Que produce marcas en la hoja

del color de las notas que tienen,

en el piano que canta,

una especie feliz de dimorfismo.

Todas las letras, en cambio, llueven iguales.

Parejas, redondas, un paisaje de cancha de fútbol

sumisa a la voz del aguacero en la autopista.

Los cables de alta tensión vibran por encima (con la furia del relato)

y bajan sobre el campo (con la forma previsible de la vida).

Todas las letras, asimismo, bajan iguales.

Todas las páginas, en cambio, son distintas.

Distintas.

Tintas.

Iguales.

Negra. :

La identidad que a las teclas pulsa.

Cada huella dactilar, torero que pica la nieve virgen en la pantalla,

tira los mismos rayos, las mismas gotas, que bajan también

por las mismas mejillas diferentes

a páginas idénticas;

como frutas maduras del árbol del rímel.

Ya llevo unos minutos solo.

Minutos sólo.

Únicamente…

cuando todas las frutas bajan iguales.

Las pausas bajan iguales.

Las letras bajan iguales.

Hace calor.

Soy una pausa.

Soy una letra.

Me precipito.

Soy una luna de Alcazéltzer en el agua salina.

Esculpo irrepetiblemente.

Soy redonda y parejita.

Bajo.

___.

___.

Bajo.

___.

___.

El cansancio;

la queja;

que escribo con el pulso de una calibri 11

a la mitad de una fatiga efervescente.

Quiero estar con alguien, piano, forte, canta, ya quiero estar con alguien.

 

3 de abril de 2014

6 febrero, 2014

Las cartas al Coronel. Y volver a escribir.

Filed under: Las cartas al Coronel — José Armando Alonso Arenas @ 12:38 pm
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Reflejo en la lengua

(espejo que sabe simétricamente igual),

la página que calla;

y transcurre un minuto de silencio

y               , y                      , y

, y         , y                  ,

y                  , y                      ,

y en paz descanse

la palma de la mano lisa,

la muñeca sin pulso.

Juguete inherte o sin pilas

que a veces se aburre de mí.

Y calla y callo y lengua y callaba y silencio espejo

y y y y y y y y y y y y y y y y y y y y y y y y y y y y y y y y y y y y y y y y y y y y y       , y

[toma un segundo. Respira. Vive].

29 noviembre, 2013

Las cartas al Coronel. Vivir más allá.

Filed under: Las cartas al Coronel — José Armando Alonso Arenas @ 3:58 pm
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Con las últimas fuerzas que le quedaron, se ató la corbata. Su voz melódica sonaba como la defensa de un coche chaparro cuando pasa un tope, nunca antes tan varonil como ahora. Ahora, con la misma gravedad en la voz y en el estado de salud, la Tierra atraía al moribundo hacia ella.

<Padre…>, se le acercó a decirle su hija al oído. <¡Pinche maleducada!>, le dijo su madre, <siempre te ha dicho que le digas Don Jesús>. Y jalándola de la greña la sacó del cuarto. El pasillo a donde la llevó, detrás de la puerta roja de fina madera de la recámara del moribundo, estaba lleno de bustos y pinturas de la familia de Don Jesús. Nunca fueron importantes. Pero fue allí donde la hija, de unos cincuenta años, se quedó llorando hasta que una voz bastante conocida por su color blanco y sus agudos de piquete de jeringa, le dijo pausadamente: <Don Jesús ha muerto>.

Lo bueno, por otra parte, es que Don Jesús había dejado todo listo para aquella ineludible cita. <Si la muerte fuera como el Sistema de Administración Tributario>, se decía el hombre. La vida eterna, sin embargo, podría o no estar hecha para él. Por eso, poco antes de morir, por si acaso, con las últimas fuerzas que le quedaron se ató la corbata, después de haberse puesto el traje negro, peinado el bigote y acostado encima de la sábana blanca en la que lo sacaron muerto. Don Jesús era un buen cristiano, y más que arreglarse como muerto para su entierro por no darle molestias a nadie, creía en la posibilidad de la resurrección de la carne que le prometía quien hubiera escrito en un tiempo inmemorial el credo católico de los apóstoles. Él se consideraba uno. “Creo en el espíritu santo, la santa iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne”. Y resucitar en una ropa que él no habría elegido le parecía desagradable. Y le daba vueltas a la idea. Consideraba que, como es natural y comprobado, las células del cerebro comienzan a morir después de unos pocos minutos sin oxigenación, y que volver a introducirse en un cuerpo en tales condiciones… <Daaaaaa, daaaa, dahahaaaaa>, pensaba. Pensaba que así pensaría. <Al menos verme bien>, fue lo que se propuso. Si súbitamente resucitaba tonto, no le vendría de más estar bien presentado. De modo que antes de que le quedaran las últimas fuerzas necesarias para acomodarse la corbata, eligió una gris brillante.

El color gris siempre habló de su personalidad. En aquel entonces, su hija tenía sólo cuarenta años. <Don Jesús>, le dijo la joven, <el gobernador desea pasar a verlo>. Y Don Jesús, como detalle, le dijo que sí al gobernador, y platicaron. <¡Mi buen Chucho!>, le gritó el gobernador, abriéndole los brazos en señal de abrazo. <¡Mi buen chacho!>, le dijo Don Jesús. <Cállate y siéntate, ¿qué quieres?>. El gobernador obedeció a Don Jesús. <¿Me callo o le digo?>, preguntó. <¡Chingá! Si ya comenzaste a hablar… ¡Lupita!>, le gritó a su hija Silvana, pero como a todas las secretarias siempre les dijo Lupe, a ésta la trataba de cariño. Había algo de culpa muy dentro de él que le decía que, para que su hija fracasara tanto, quizá había él hecho algo mal, como tenerla. Ni modo, para ganarse el cielo tendría que apiadarse y ayudarla. Él era un buen cristiano. Cuando su hija Silvana (Lupita) apareció en la puerta, Don Jesús ordenó: <tráigale un caballito de Tequila al gobernador>. <¿De los chicos o de los grandes?>, situó Silvana; <uno chico>, pidió el gobernador. <Aquí no te mandas>, respondió Don Jesús, <estás en mi estado>, y dijo que le trajeran (<tú me entiendes>) un caballito de los grandes. Al minuto entró un mozo de cuadra con un potrillo y Don Jesús se echó a reír: <¡Te juro que lo traje desde Tequila, Jalisco!>, le gritó al gobernador, diciéndole también que nada más creciera tendría que comprar otro para poder seguir haciendo sus bromas. Al gobernador no le pareció simpático, y el mozo de cuadras se retiró con el caballo nuevamente. <¿Qué quieres entonces?>, le preguntó Don Jesús. <¿De tomar?>, preguntó asimismo el gobernador. <No te voy a dar ni dos minutos, me refiero a qué te trae hasta mí>. El gobernador bajó la mirada al escritorio del cacique, la fue subiendo lentamente a través de una corbata gris de Don Jesús y llegó a su rostro frío como un enojo. <Quiero…>, murmuró el gobernador, <venderle una propiedad>.

Hubo por ahí un par de cláusulas. Don Jesús se volvió gobernador y adquirió, sobre la carretera a México y con uso de suelo habitacional, un predio con la forma de Cuauhtémoc Blanco celebrando un gol. <Si serás naco>, le dijo Don Jesús al ahora exgobernador y dueño antiguo de aquel predio, pero aceptó la oferta. Contento con las 500 hectáreas adquiridas, Don Jesús comenzó a desarrollarlas. Live like you were in America, decía el anuncio espectacular que promocionaba el desarrollo. Las casas eran o todas azules o todas amarillas, según la sección que uno eligiera (para darle variedad). Y ahí acababa América. El verde del suburbio estadounidense no era parte lógica del uniforme conjunto ni del uniforme de un club, pero la gente comenzó a adquirir las casas. ¡A tan sólo un partido de fútbol de la ciudad!, decía otra propaganda. Luego luego se vio venir el inevitable declive (por los costos de transporte, la inseguridad, la falta de tiempo libre o la falla de servicios) de todas las personas que compraron alguna vivienda.

Pero Don Jesús era un buen cristiano y sabía que había hecho algo bueno. Les dio casas, les dio ilusiones. Hacer más que eso hubiera sido pretencioso y un buen cristiano nunca es pretencioso. <¿Qué importa dónde estés mientras estés con Dios?>, sostuvo alguna vez en un programa de radio donde lo entrevistaron sobre aquellas viviendas situadas en lejana periferia. <¡Dios llega a todas partes!>, concluyó. Y comparado con Dios, ni el transporte ni el agua potable ni la policía eran tan importantes. La localización entonces… la verdad… tampoco.

De cualquier modo, Don Jesús estaba muy consciente de que, incluso si se equivocara en sus acciones, Dios y la falta de memoria perdonarían sus pecados.

Por eso, cuando estaba atándose la corbata, a punto de fallecer, pensó por vez última en sus posibilidades después de la muerte. Técnicamente, si Dios lo estaba llamando a su lado, pero Dios estaba en todas partes, ¿no se podría quedar en la Tierra y estar también con él? ¿O después de morir en verdad resucitaría? ¿O llegaría a algún lugar de gloria y plenitud? Exhaló por ver última y se sintió aliviado y contento.

Pero era un buen cristiano, así que reencarnar en vaca le movió el piso. <Muuuuu muuuuuuuuu>, pensó, consciente y satisfecho de que habría hecho muuuuuuucho bien y muuuuuuuuuchas casas en su vida pasada que, a pesar de su localización terrible lejana a todo, le valieron tan especial reencarnación. En la Comarca Lagunera. O en Estados Unidos, en una granja de Monsanto. Comiendo Prosilac. Tan lejos de la India. ¡Y macho! Haciendo fila como en pleno tráfico para volverse bisteck. ¡Y tan lejos de la India! ¡Tan lejos de la India!

15 noviembre, 2013

Las cartas al Coronel. Intramodernidad.

Filed under: Las cartas al Coronel — José Armando Alonso Arenas @ 1:43 pm
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Por mucho tiempo se lamentó de sí mismo. Ahora es un dandi consagrado. Cada mañana se levanta como el valor del dólar y muestra su sonrisa verde como la vista que tiene Dios de los barrios ricos. Literalmente verde. Porque despierta y se fuma un cigarro, porque le pagan, porque si la noche anterior juró que dejaría el tabaco, le pagan más. Entre dos jóvenes con cuerpos como lo que escala él todos los días, le calzan los guantes de gamuza con los que empujará sus tareas geológicas. <¡Pero qué guapo se ve!>, <¡Hoy sí llegará hasta arriba!>, <¡Es el día que la nación está esperando!>, le dicen las guapas edecanes.

En todo el perímetro del cerro donde graban sus nuevas hazañas, minutos atrás comenzaron a encender los televisores. La señora que amanece y se acuesta con los mismos tubos al cabello le gritó a su marido: <¡Es él! ¡Es él!>, y llegó corriendo frente a la pantalla su hija para mirar sus brazos gruesos mediterráneos color Acapulco. El esposo en cambio se fue a encerrar al baño. Ignorando como anoche a su pareja, prendió la radio mientras se ducha para no perderse la gesta que cambiará la Historia. El locutor hace una pausa de silencio. Lo anuncia: <¡Se levantó! ¡Por fin se levantó!>. La gente que viaja en el microbús con un chofer que se ha propuesto abandonar la cumbia, llora y se abraza: <¡Otra vez se levantó!>, <¿Ves? Te dije que podía>, <Lo hizo como todos los días, ¡pero esta vez estuvo bien cardiaco!>.

Ahora, en este preciso momento, como antes se ha dicho, el talento de televisión se fuma un tabaco. Todo el país lo está viendo. A él; o a las jóvenes que en este instante le calzan los guantes de gamuza. Hasta hace poco se dedicaban a anunciar el tiempo en las noticias, y ahora que llegaron al reallity show se anuncian imperecederas donde las entrevisten. Todo mundo sabe que volverán al noticiero; si les va bien. <Señor guapo>, le dicen al musculoso protagonista, <¿qué vamos a hacer hoy?>. <Preciosa>, les responde, <amigas y amigos que nos acompañan>; las cámaras, todas, le besan con su lente la sonrisa que transmiten para el orbe; la estrella prosigue: <¡Sientan la mañana! Bonita audiencia que me acompaña, hoy me encuentro en este precioso lugar… sus superficies del color que adopta un cielo preñado de la vida, a punto de regalarnos a todos sus manojos de húmedos cristales, me hacen sentir al centro mismo de la más concreta de las maravillas. Las laderas grises de este cerro, además de recordarme el perfume de las nubes al filo de la tormenta, no dejan de decirme: “¡Héroe del mundo!, ¡ángel de la modernidad!, ¡ciclo de la vida! ¡Conquístanos!”; pero no soy yo, sino la Humanidad misma, en el sentido más cuantitativo de la palabra, quien ya ha vencido este cerro que escalaré ahora. No seré el primero, sólo el más distinguido. ¡Bienvenida, gente bonita, a Ecatepec!>.

Desde sus sillones, asientos, casetas de vigilancia, quirófanos y oficinas, la Zona Metropolitana de la Ciudad de México se levanta y aplaude. Del lado del estado de México, como del de la Gustavo A. Madero, la Sierra de Guadalupe solloza con el moco en la sonrisa; seguro son la envidia de otras zonas montañosas. El protagonista prosigue: <Esta mañana, preciosas…>; le guiña un ojo al seno entre los pechos de la joven que lo acompaña; <comenzará la septuagésima segunda temporada desde que este programa salió en la radio. ¡Acompáñenme!>. La toma cambia hacia una de las chicas, que sin hablar del clima viste y da calor: <¡Amiga, amigo, quédate con nosotros! No le cambies al Canal del Congreso, ¿a quién le importa la Ley del Impuesto a Escribir la Fecha? No le cambies al fútbol, no le cambies a nada. Aquí, sólo aquí, aprenderás técnicas de supervivencia extrema en vecindarios sin agua, nos encontraremos con la policía municipal y, en vivo, quizá Sísifo, este galanazo, conozca en las viviendas de hasta arriba al amor de su vida, una vida que no ha sido fácil>. Entra la otra conductora: <Miren si, por fin, este exconvicto podrá cambiar su destino. De una existencia penosa, miserable, a un éxito igual de rutinario. De Grecia, en exclusiva para México y Centroamérica, el hombre que todo mundo estaba otra vez esperando. Sólo aquí… en ¡Sísifo al extremo!>.

Sísifo, el griego condenado, se quita los guantes de gamuza. Acaricia la piedra que le ponen enfrente. Huele el granito. Se lo embarra en el cuerpo. Lame el granito. Lo piensa. Lo imagina. Lo toca y sabe que parece ser de verdad. Dice un par de torpezas sobre el cuarzo, el feldespato, la plagioclasa, que si lo pules se convierte en oro. El precio del granito se levanta como Sísifo. Y empieza él a subir la Sierra de Guadalupe en cuanto le forran otra vez las palmas de gamuza, empujando alguna piedra que avanza más durante los comerciales.

La televisión ilumina como la esperanza millones de rostros pausados y sombríos. Los que escuchan la crónica por radio en el microbús, no se bajan, sino que van de terminal a terminal para no perderse un único detalle de la gesta. El chofer (mentalmente) tararea otra cumbia. <¡Puta madre!>, murmura al darse cuenta de su falta. Y vuelve a estar atento a si Sísifo decide o no, si evita o no, si intenta o no dejar caer esta piedra.

Los dioses habían condenado a Sísifo a hacer rodar eternamente una roca hasta la cima de una montaña, de donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Habían pensado con cierta razón que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.

Albert Camus

9 octubre, 2013

Las cartas al Coronel. Este valle de lágrimas.

Filed under: Las cartas al Coronel — José Armando Alonso Arenas @ 6:21 pm
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<Siempre tuviste cara de sufrido, ¿sabes? Por eso me gustabas mucho>. La breve notita que acompañaba el sobre donde dejó las llaves dejaba la enorme llanura de papel que proseguía en blanco, como el velo de la novia que nunca se casa y crece con los años como una bugambilia a todas partes. La única llave que no venía en el llavero era la del coche. Me incliné a llorar sobre el respaldo de la cama. Si al menos no me hubiera ganado el automóvil, pensé, grité, mordí la madera que le tocaba la pared de noche al vecino cuando la pobrecita aceptaba consolarme la existencia. Casi siempre. <Siempre tuviste cara de sufrido, ¿sabes? Por eso me gustabas mucho>.

Cuando bajé por el elevador y llegué al estacionamiento, el automóvil ya no estaba. ¿Te acuerdas —me dije— cuando te lo ganaste en la rifa de la gasolinera? Evidentemente. El misterio para todos siempre estuvo, por otra parte, en cómo le hice si no tenía coche al cual echarle combustible. Hasta que ese problema pasó enfrente, de alguna manera la vida había sido fácil.

La vida había.

En aquel entonces: no puedo resolver la resta, le pregunté. Mis ojos se convirtieron en el charco con el que te mojan los camiones a gran velocidad después que llueve. Y la empapé con eso. A ella y a los demás tutores del examen profesional. Aprobé y salí a pedir empleo. Ya ahí, contándole al gerente que no había podido resolver una resta y que verdaderamente lo necesitaba, coincidió conmigo en que si no se apiadaba él jamás encontraría yo trabajo.

El sueldo era modesto, cierto.

La oficina era modesta.

Mis trajes eran modestos.

La sopa era modesta.

La altanería era modesta.

El aceite de la puerta era modesto.

Pero la vida había.

Soy modesto, le pregunté. <Pero no llores, muchacho, algún día podrás presumirle a todos que encontraste un empleo en que tendrás quizá derecho a un casillero>. No es cierto, le pregunté sentado en mi cubeta. Y los cristales de la ventana que da hacia la avenida bajaron ante mis ojos como el agua tupida de la peor tormenta cuando llueve sólo al aire libre. La oficina se volvió más grande, lujosa, oceánica. Y yo no sonreía. Dijeron todos entonces muchas cosas.

Por ejemplo, si ella me lo hubiera preguntado, el físico no tuvo nada que ver con tales logros, pero lo sabe como el plato en que se apoya una vela en derretimiento o una bola de manteca que camina hasta la boca de una secadora de cabello. La vida había. ¿Por qué no ansiar pues la muerte; allí, todos los días sentado? <Ándale>, ella me dijo, <te vas a poner gordo>, me dijo, <te vas a morir de Alzheimer>, me dijo, <como los de los comerciales que toman refresco>, me dijo, <la vida>, me dijo, vida había.

La mañana en que me abandonó, en cambio, afirmó que me veía muy guapo. <Pásate el peine>, propuso. Pero me llamó la atención que no fuera ella a tomarlo con su mano y a embarrármelo en la grasa, porque yo no había entrado aún a la regadera, que fue cuando se apartó de mí.

El cómo me gané el coche que perdí fue otra historia. Abrí la portezuela: ella dice, le dije, que me estoy poniendo atractivo. El despachador de gasolina se me quedó viendo, más bien atónito que por estar de acuerdo; y es que me bajé del taxi para contarle de mi pinche vida. Vida había. Así que dígame, le dije, que me diga, le dije, que me, le, diga, dije, me. Y me desmayé entre el olor a gasolina sobre el cofre del taxi. Me desperté en el hospital con el San Juditas del cofre del Tsuru enterrado en el ojo.

Doctor, le dije, ella dice que me estoy poniendo atractivo. Y me puso una máscara por donde pasaba el gas de la anestesia.

La luz del techo de terapia intensiva era intensa sólo de un lado de mi cara. ¡Enfe-fermemera!, le grité a la primera mujer que pasó junto a mí en su disfraz blanco. Dí… dígale al doctor que didice mi novia que me estoy poniendo… atractivo; le ordené; mientras alguien por mi nuevo lado ciego se acercó y me ajustó una mascarilla. Se puso oscuro entonces de ambos lados.

Los pájaros comenzaron a cantar del lado que no veía. ¡Doctor! ¡Qué bueno que lo veo!, le dije, fíjese que dice ella…

… en la televisión se escuchaban las noticias y eran las once de la noche. Cuando por fin logré despegar los párpados, bueno, uno, tuve la visión borrosa de ella, y me tomó la mano. Amor, dile al Doctor que venga por favor para decirle que tú…

La luz era intensa. De nuevo en el quirófano. Todos iban de azul claro y de blanco. ¡Doctor!, grité; ahora que lo veo… <Hijo, soy San Pedro>, me respondió. Risas. Desmayo. Por primera vez desde mi llegada nadie uso la mascarilla.

La luz sigue intensa y huelo alcohol. Abro un ojo. Digo, el único que puedo abrir y cerrar con un San Judas metido hasta el cuello en el otro. <¡Seis minutos!>, grita alguien, y comienza a recoger de todos los presentes el dinero de sus apuestas. <Pobrecito, se creyó lo de San Pedro>, dice uno, <pero el hospital quiere pedirle que por favor firme aquí>. El joven me da una pluma. <El taxista>, prosigue, <ya había pagado la gasolina, pero luego luego desatornillaron del cofre la figura que usted se clavó en el ojo, él se dio a la fuga, así que el despachador de la gasolinería dijo que le entregáramos esto>. Era un boleto para la rifa de un auto y diez pesos de cambio, pedí que me los guardaran. Y entonces proseguí a decir: ella dice que ahora me veo más atractivo y… —el Doctor me interrumpió—. <Ahora que ha firmado su autorización, procederemos. Lo bueno que era un San Juditas y ése sí bien milagroso>, dijo, y me lo sacó de la cara con todo y ojo; los separó uno del otro y me volvió a colocar el globo ocular. Veía con ambos ojos otra vez. <¡Listo!>, dijo el joven, que resultó ser cirujano. <¿Qué tal todo?>, consultó. Pues bien, comencé a decirle, aunque ella ahora piensa que soy más atractivo y…

Desperté hasta con la lengua dormida en la cama de la casa. Ella tarareaba desde la cocina. ¡Amor!, le grité. Yo nunca le gritaba, salvo aquella vez en que le juré que estaba tan pero tan feo y miserable que seguro nadie jamás en la vida se casaría conmigo. Ella jamás lo hizo tampoco, me dijo que sí, pero poco a poco se alargaban más los planes. Desde la cocina, dejó de tararear y volvió tan pronto pudo al cuarto. <¡Mi amor!>, me respondió sonriente, complaciente. <¿Adivina qué?>. Era la primera vez que me decía eso en la vida. Vida hay. <El Doctor dice que tu visión será la de antes, y que la pintura de la capa de San Judas te ha dejado el iris de un verde que pareces extranjero; pero además: ¡te ganaste el coche!>.

¡No me súper chingues!, pensé. La muerte había habido en mi vida; tanto tiempo. ¿Por qué habría de ansiar la vida? Pero ella estaba sumamente alegre, muy alegre, tan alegre conmigo que me dejó en el buró una foto con ella posando desnuda sobre el nuevo automóvil. <Pásate el peine>, me dijo, <te ves muy bien, sobre todo de perfil izquierdo, mon cheri>; era el del ojo verde. Y volvió a la cocina.

El agua de la regadera, cuando me metí, no se sintió ni como charco ni como lluvia, sino como algo diferente. ¿Era eso? No era nada. Quizá era nada más la tibia comicidad de la nota que al salir decía: <Siempre tuviste cara de sufrido, ¿sabes? Por eso me gustabas mucho>.

Bajé del elevador y salí del edificio, en cuyo estacionamiento ya no estaban ni ella ni el coche. Me la encontré esperándome en la calle… con una sonrisota. <Guapo>, me dijo, <¿me llevas a mi trabajo?>. Ni me acerqué, no di un paso más, y me tiré a llorar por si acaso ella volvía.

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Nota extra curiosa: la gente le da gracias a San Judas por Facebook en las páginas de San Judas Tadeo, y tiene más seguidores en Facebook entre sus páginas más exitosas que López Obrador y algo parecido a Luis Miguel.

30 agosto, 2013

Las cartas al Coronel. Elfegio.

Filed under: Las cartas al Coronel — José Armando Alonso Arenas @ 12:03 am
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Click para leer «El Rayo» (que no es necesario, pero da una lectura distinta a no hacerlo)

Que frente al espejo me abrocho la camisa, me acomodo la almohada, y hallo, como un caballo al camino, enfrente lo que yo quería. Y recordé aquel día. Padrino, le dije aquel entonces, usted sabe que he ido como acólito tras la cruz a las marchas detrás de esa bandera, y he besado las manos de quienes reparten el alpiste a las palomas. Pero comienzo a sentir que mi vehemencia se dobla como un brote verde que ha bebido demasiada agua. Y no llegamos al gobierno, Padrino, la corriente todavía no es gobierno. Yo creo que…

Y me cogió los hombros. <Eulalio>, me dijo zarandeándome con la voz de una lata de refresco con colillas de cigarro. <Hijo, yo sé que te has esforzado>, me he esforzado, Padrino; respondí; <yo sé que te has desmañanado>, me he desmañanado, Padrino; afirmé; <yo sé que has mantenido recto al volante de tu barco>; lo he mantenido, Padrino; confirmé; <yo sé que has dado todo en esperanzas que serían probablemente infértiles>; no, tampoco, no diga fregaderas; le denosté; ¿con qué pendejo está hablando, carajo? Si para eso me meto de vendedor de Avón y le toco el timbre a su puta madre. Y se quedó frío. Desde joven, me encantaba la idea de ser el Don Licenciado Regidor Elfegio, y no concebía otra cosa. <Alejandro>, se dirigió a mí, <yo ya sé con qué pendejo estoy hablando, pero tú no sabes qué timbre tocas. Lo bueno es que me acabas de dar cuenta de ambas>, refirió, y me quedé helado yo.

<Te voy a dar una última oportunidad para que me demuestres que eres un político>, me dijo. Paseándose como fantasma de luz y polvo por la oficina, sus carnes amarillas chirriaban en cada esfuerzo como un cadáver de vaca en la sequía subiendo a un taxi. <¿Me amas?>, me preguntó, y se fue desabotonando la primera estación del viaje cuesta abajo de su camisa. <¿Me amas, chiga?>, insistió, mientras desabrochaba el segundo. Yo me apreté un agujerito más el cinturón pensando en mi flaqueza. Don Licenciado Regidor Elfegio. Don Licenciado Regidor Elfegio. Don Li. <¡Dime que sí, puta madre!>. No, pues sí, le respondí soltándome el cinturón y pensando en qué se asomaba. <Entonces párate y ve a prender el ventilador que hace un calor de la chingada>, me dijo. En cuanto encendí el aire acondicionado, que para él cualquier sistema de enfriamiento, incluido el abanico, era un ventilador, sus carnes dejaron de tornarse cada vez más verdes y volvió a abrocharse los dos botones. <Ahora sí, Eustaquio, ¿me amas?>, sí, pues sí, le afirmé. <¿Amas al Partido y por encima a la corriente?>, desde luego, corroboré. <¿Amas a tu Patria?>, como a Dios, le juré. <Entonces sí eres un político, Eulalio>. Y me imaginé nuevamente sentado contando la pastura de la cartera en billetes verdes de doscientos. De a billetes de a dólar se me hacía naco y mediocre. Don Licenciado Regidor Elfegio. <Almícar>, me interrumpió el ensueño, <eso quiere decir que te faltan güevos para servir al pueblo>. ¡Pero Padrino!, le respondí. <Cállate, Alejandro… Eulalio… muchacho, tú. No has entendido ni madres del partido, ni de ser mexicano, ni ser el mero pueblo para el pueblo, pero te voy a dar un chance de dejar de ser político>, me dijo.

Mi incorporación a la cuna de la mexicaneidad fue pronta y elegante. Tan rápido como un idiota llamado Manuel, a quien apodaban El Rayo, terminó en la cárcel por echarse a algún paisano, mi lugar en la honrosa sangre del servicio público (porque eso es lo que somos) estuvo disponible.

¡Padrino!, lo interrogué lleno de júbilo cuando me dieron mis compañeros de la corriente mis dados de peluche, ¿por qué le decían El Rayo? … Y preguntaba porque yo, la verdad, estaba ingresando al gremio popular y mítico. Todos sonrieron conmigo a la pregunta. Salté en gozo al sentirme bienvenido: ¿Conducía como un relámpago? ¿Atemorizaba a todos?, pensé. <Porque es de los pendejos que truenan>, me respondió. <El idiota tenía tres doctorados>. Todos rieron. ¿Y la licencia?, le pregunte a mi Padrino al finalizar mi iniciación. <No seas inepto, Anastasio, con que vean que traes los dados saben que eres buen microbusero>, concluyíó.

Mi primera vivencia me dejó todo muy claro: si tienes tu permiso, andas por mal camino. Pero después de 32 años de militante era mi primera oportunidad de servirle remuneradamente al pueblo. Y como tal, cada mañana, como ésta, despertaba, me ponía la camisa de la ruta, me metía la almohada debajo de ella y desabrochaba el botón a la altura de la panza; en la primera oportunidad compraba El Gráfico mientras transcurría el alto. Pronto comprendí el compromiso de mi empresa, lo que mi Padrino esperaba: yo y los demás microbuseros de la corriente éramos el modelo a seguir de todo mexicano: gordo pero letrado; y me subía gratis en el lugar del cobrador a la primera mujer embarazada que veía para mostrar al pasaje mi generosidad y platicaba con ella. ¿Qué pasó, Lic?, les gritaba a los demás choferes, haciéndoles conversación sin conocerlos. ¿Qué ejemplo le daría al pasaje siendo alguien glacial? Porque mi pesero, como todos los otros, es la cuna de la mexicaneidad. ¡Haz patria y maneja un micro!, me a mí mismo decía emocionado y expugnando espuma por la boca, frente al espejo, mientras me lavaba los dientes por la mañana. Antaño, en la misma superficie lisa, había pegado una etiqueta que decía <Regidor> para creerme algo cuando me viera en el reflejo. Pero mi claxon de tráiler a las cinco de la mañana y la luz que proyectaba en el piso con el logo del América, más que una cuestión de fe, se habían convertido en un logro material, algo a qué aferrarme. En medio de todo ello, al principio me comenzaron a llamar el Lic, un apodo respetuoso, pero con el pasar del tiempo mis compañeros de la ruta me cambiaron el alias por El Chapo.

¡Vale verga!, pensé, usando esas palabras, porque mi convivio con la raza me iba haciendo cada vez más republicano. ¿Por qué El Chapo?, le pregunté una vez a mi Padrino. <Hijo, yo sé que te has esforzado>, me he esforzado, Padrino; respondí; <yo sé que te has desmañanado>, me he desmañanado, Padrino; afirmé; <yo sé que has mantenido recto al volante de tu micro>; lo he mantenido, Padrino; confirmé; <demasiado>, puntualizó, <y yo sé que has dado todo en esperanzas que serían probablemente infértiles>; no seas puto, reclamé; <¡bueno!, yo fui quien se la jugó contra toda esperanza poniéndote al volante, así que de puto nada tengo>, me confió, <pero te voy a decir la verdad, tu nombre está bien pinche gacho, Elfegio. ¿Pues qué?, que te digan Chapo>, resolvió, y yo estuve de acuerdo. Significó mucho para mí enterarme de que en verdad sabía mi nombre, pero se lo tragaba el chingón de mi Padrino por puro pinche cariño. Don Licenciado Regidor El Chapo, pensé, y se oía más chipocludo.

Fue cuando el amor tocó a mi puerta, o me hizo la parada, por decirlo más a mi nuevo modo. Mi profesión, de ley, la comencé a ver bien pinche fregona. ¿Que quiere alguien subirse a cantar? Órale, aquí yo soy La Academia, ¿que quiere pedir feria para seguir estudiando?, ni que fuera Fundación Azteca: ¡soy El Chapo y aquí puede subirse a pedir aunque no dé suficiente lástima!, ¿que vende discos?, que suba el MixUp de los pobres. Y así. La pura banda. Pero fue poniéndome hasta el frente en cada alto, respetando la línea peatonal para dejarle el paso a las damas, que logré socialmente mis servicios más altos. Incluso mis colegas lo notaron, pensé.

Señorita, les decía, ¿usted cree que esta pieza se me paró? <¿Cómo, joven, se descompuso?>, respondía cada una mientras pasaba frente a la unidad sobre la cebra del asfalto. Con alguna que recuerdo bien, el fuego del malabarista que estaba detrás de ella le daba el aura que su visible tristeza le retraía. Y para alegrarlas les decía: no, señorita, si se paró es que no puede estar descompuesta. Más bien quisiera yo ser mecánico para meterle mano a esa máquina, ¡chula! … Y luego les chiflaba. Y dejaba en cada semáforo libre, como desde el principio, el paso peatonal, mientras cumplía con mi ejemplar tarea de hacer sentir importantes, cada vez que lo notaba, a las víctimas de los desprecios de otros hombres.

Padrino, le dije, lo he pensado bien y quiero yo cambiarme el nombre, tatuármelo, el de El Chapo. Y el ojete se botó de risa. <Estás bien pendejo, Elfegio>, me respondió. No, Padrino, a partir de ahora usted va a llamarme El Chapo. Seré el líder de los microbuseros, de la cuna de la mexicaneidad, de las arterias de la Patria, el hombre más poderoso de México con nuestra corriente y el Partido, el tocayo de los otros Chapos, le declaré. <¿Estás pacheco, Elfegio? ¿O El Chapoteadero, debería decirte?>. ¿Entonces no me decían El Chapo de cariño?, le pregunté poniéndome del color de sus ojeras. <Pues… como diminutivo de Chapoteadero>, me respondió.

Yo consideraba mis opciones: ser El Chapoteadero hasta eso no estaba mal. Tatuármelo quién sabe. Pero como seguro era por mojar a las chiquitas … <Porque se te meten hasta los niños cuando manejas, ¡pendejo!>, me aclaró mi Padrino, me zangoloteó los hombros.

Por eso esta mañana que frente al espejo me abrocho la camisa, y me acomodo la almohada a la altura de la panza y me suelto el botón, hallo en la opción de pisar el acelerador frente a las normas del camino lo que yo quería: convertirme, poco a poco, semáforo en rojo a semáforo en rojo, en El Rayo.

15 agosto, 2013

Las cartas al Coronel. Amor amor.

Filed under: Las cartas al Coronel — José Armando Alonso Arenas @ 1:06 pm
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¡Y el amor es ciego!

Manto largo el de los números amarillos,

color de enfermo,

sabor amargo del chocolate

que purifica las telenovelas mexicanas

con lo que ocurre de la caja para afuera:

estamos gordos.

¡Y el amor es ciego!

Patria bella (que no guapa; simpática, interesante, con su alguito si viste camiseta)

y con la complexión de un algodón de azúcar

para volver más dulce

los ríos de mermelada

que corren por la calle y los periódicos

dejando el aroma a fresa;

¡eres la boutique de los mexicanos de peluche!,

que cambiamos las tripas por algodón o borra,

que decidimos quedarnos en cama hasta la tarde

que llenamos al mundo de casi ternura.

¡Y el amor es ciego!

Abrazables, nobles, blanditos, mofletudos,

gerentes de los sueños.

Cuchillo para sacar relleno.

Disparos para parchar al rato.

Si te pesca la armada y te hace beber agua

sólo escurres, como perdonan los católicos.

¡Santa María de la Computadora!

¡Bendito Señor de los Refrescos!

¡Niño santísimo de los Automóviles!

¡Ya nada nos duele!, ¡ya llegas a la cama que decidas rápido como nadie!

060. 065. 911.

¡Y el amor es ciego!

Patria boutique amable, luna llena frita y rellena de migaja:

tus ositos serán como el amor.

18 junio, 2013

Las cartas al Coronel. Estado de cuenta.

Filed under: Las cartas al Coronel — José Armando Alonso Arenas @ 1:49 am
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La puerta se mueve con el viento, por eso le puse el sobre. El de la tarjeta de crédito, que viene gordo. ¿De qué más sirve? Cuando el agua rebasa el cuello uno solo sabe que hay que cerrar la boca, y así con la tarjeta de crédito, como con la puerta, cierras y nadie entra. Ni algún familiar que te dice que llamaron, que ya pagues. Desde luego le falta la perilla, el candado, pero eso de ahí ayuda. Es que el viaje en avión me dejó rota. Fui a Francia. Y no, bueno, sí, en llaverito. Y ya. Y de Notredame ni eso. Pero me las imagino: alta, de acero, triangular, y ya, y la iglesia grande. Ni aquí me digno a ir a misa. Tan poco que decir del viaje. ¿Me das un beso? Le pregunté, porque aun siendo espacio aéreo internacional, el avión llevaba bandera francesa. Y volteó a verme. No era tan guapa como me lo esperaba, pero estaba a escasas dos horas de aterrizar en Houston. Volteó a verme medio dormida y se limpió una lagaña. <¿Qué?>, me preguntó. Y yo a mí también me pregunté. Prefiero a los hombres, pero para ser mujer era colombiana, aunque no de las bellas. Pero yo te podría estar diciendo que sí lo era, o incluso que besé a alguien de Colombia, o alguien en mi viaje a Francia, y te figurarías a un romántico, francés, con su bigote o lampiño pero rubio y de patilla larga que habla como si no se sonara la miel de la nariz. Hace viento, ¿no? Te pregunto. Sí, te pregunto. Bueno, entonces que se quede abierta la puerta. Como que siento calor. Sus ojos también se abrieron. <¿Yo?>, me preguntó, mirándome a los ojos cuando le pedí un beso. Volver con las manos vacías. Labios no. Sus cortinas seguían como enredadas y sus córneas con polvo, pero me miraba nítidamente. Y me sobresalté. ¡No! ¿Quién? ¿Qué dije? Es que yo creo que estaba soñando, le dije. Y cerré los ojos y apoyé mi cabeza sobre mis manos en posición de súplica como si hubiera siempre estado dormida y fantaseado… con ella… o mis manos hubieran entrenado para al fin no llegar nunca a la catedral a pedir el más pinche corriente de los milagros. ¡Fui a Francia!

Hace viento, ¿no? No, a ti te pregunto. Deja cierro bien la puerta, total, es mi cuarto. No, no te pregunto, es mi cuarto. Hace viento, o calor. ¿Quieres volver a emparejarla y echarle abajo el sobre? La tarjeta de crédito para algo sirve. Así, emparéjala. Mi cuarto. Mis reglas. Mis propios defectos. Como invocar al sueño en la mejor parte del vuelo. ¿Quieres dormir? Seguro ya te aburrí. Ven. Ven. Aquí. Qué rico se siente tu respiración sobre mi cuello. No, yo no, pero tú sólo acomódate a mi lado.

28 abril, 2013

Las cartas al Coronel. Soberanía.

Filed under: Las cartas al Coronel — José Armando Alonso Arenas @ 10:59 pm
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Para Alline (y surgido de una charla con Margaret Paul)

Querido presidente municipal:

Venimos en paz. Extrañamos a sus humanos. No queremos hacer daño a nadie. Pero desde que los campesinos se vinieron a vivir a la ciudad mi pueblo se ha vuelto cada vez más pobre. Pero es que también los extrañamos. Pero.

Y nos gusta. Mi pueblo está muy agradecido porque sus trabajadores nos regalaron agua de una pipa cuando llegamos a vivir a los camellones; (pero) nos duele que eso le quite el pan (como ustedes dicen) a nuestros hermanos (como ustedes dicen) de lo rural (como ustedes dicen). Pero gracias. La cruzada contra el hambre no nos ha resuelto nada porque somos pobres pero más pobres por diferentes porque no comemos lo mismo; y más que no votamos. Pero en mi pueblo hay todavía muchas que son chiquitas y otras que transpiran mucho; por favor no nos quite las pipas de agua. Ayúdense.

¿Sabe qué más es bonito? Cuando nos vinimos nos trajimos, trajimos, un pedacito de nuestra tierra de allá. El dueño del camión de redilas (que lo despeinados y alborotados no nos quita nuestra organización) nos dijo que se la íbamos a ensuciar y llenar de suciedad. ¿Pero qué quiere? Así somos. Nos encanta andar en el suelo y usar lo mínimo de palabras, pero hacemos cosas brillantes. Y echamos rápido raíces y amor en el lugar al que llegamos. Al menos en su ciudad. Por favor no nos desaloje ni nos deje sin agua, entre nosotros todavía hay muchas que son chiquitas o que transpiran mucho, y extrañamos mucho a sus muchos humanos con que vive.

Cuando los campesinos se fueron, mi pueblo se hundió en la miseria. Tampoco es que nos haga favor venir a hacerles el favor, pero es que los amamos mucho. Y estamos desempleados (como ustedes dicen), pasamos hambre (como ustedes dicen), no sirven de nada (como ustedes dicen) nuestras jornadas de hasta catorce horas bajo el sol. Y venimos en paz.

Pero de modo que si no quieren morir cuando menos lo imaginen ustedes o su especie, exigimos:

–        Que nos metan a vivir a sus casas mejor iluminadas o nos den vivienda en sus azoteas, parques, jardines y bulevares.

–        Que nos nutran bien.

–        Que procesen su basura orgánica y construyan una red de drenaje especial para colectar la lluvia cueste lo que cueste.

–        Que dejen de regarla regando su sistema económico remilgoso.

–        Que nos enseñen a escribir.

–        Y que nos coman.

No somos como ustedes y sus casas queremos compartírselas. No somos como ustedes y podríamos según su dedicación retribuirlos. No somos como ustedes y sería para nosotros muy penoso ser paracaidistas en una ciudad donde desperdician todo, vivir de su desquicio. No somos como ustedes y podemos hacer que cambien cosas entre ustedes: comida por comida, la pobreza, la monotonía y las presentes amenazas. No somos como ustedes y si nos pidieran ayuda para escribir una carta no gritaríamos como los locos. Y es un buen detalle que nos arranquen partes y las mastiquen.

Ustedes no saben con quienes se están metiendo, pero nosotros sí, pues nos abandonaron. Pero no hagan ustedes lo mismo con ustedes mismos.

Querido presidente municipal, por cierto, le recomiendo el uso de la palabra “pero”; en otra situación es la palabra más bonita, pero “pero”, espero, no espero. Nos gusta ser de poquitas palabras: venimos en paz y los amamos. Diga sí.

Queremos ser gordos, vecinos y felices para que ustedes sean sólo felices y vecinos. No a la moda, pero sí a la infraestructura y vivienda en su ciudad para los inmigrantes verdes.

Atte.

Jitomate

(pero llámeme vecino)

15 abril, 2013

Las cartas al Coronel. Caballero de los espejos.

Filed under: Las cartas al Coronel — José Armando Alonso Arenas @ 9:27 pm
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Traía… no yo… traía una de esas blusitas sueltas, coquetas, que se atoran en el borde de los hombros y que permite que se refleje la luna en donde nace la primera fumarola de incienso en la orilla superior del cuello. Al menos del tuyo. ¡No! ¡Un momento! No me cuelgues. Todo esto para decirte… que tienes un gusto súper bueno para elegir tu shampoo. Sí, ¿verdad? Pero volviendo a quien te platicaba… sí, así, igualita. Tanto que también se le bajaba, como si fuera hierba que la manotea un cachorro, a cada momentito. Y… y no sé, volteaba a verla y la que veía… ¡no! Obvio no a quien iba junto a mí, sino su blusa. Sí, ya te dije que se le caía. Lo poco que le cubría la piel y luego luego, como a ti, se le bajaba. ¿De qué color era? Morena clara. ¿La blusa? ¡No! Yo hablaba de su piel… bueno, de reojo, sólo la vi de reojo. ¡Ah, pero entonces me preguntabas de tu blusa! Es que quería decirte que yo no soy de esos hombres que… que no me cuelgues. No me has dicho aún tu nombre, ¿por quién pregunto cuando llame y haya alguien más en tu casa? Bueno, equis, poco importa. Escucha: si yo en el metro volteaba a verte el torso era porque… porque me recordaba a la otra blusa. Que sí, deja te cuento: la de la persona que ese otro día iba junto a mí y que a cada rato dejaba que se le viera toda la piel, igualita. ¿Que de qué color era la tuya? Azul rey… ¡No! ¡Claro que no pienso que seas una pitufa! Me refería al de tu blusa. El de tu piel pues… pero sí. Así fue. La sentí así, azul, sólo de pensar en que cubre a tus herpéticos músculos la liviandad del cielo. No sé, cuando me rozaste al subir al vagón era tan suave y delicada, y con una nube de crema tapando la visibilidad para quien aborde la carretera que baja por tu brazo. … … No, jeje, escúchame tú, tan cierto es lo que te digo como que no todos los hombres somos iguales. ¿Me crees? Porque… sí, tu blusa era azul. La suya… sí, también, yo creo, o naranja o blanca. Y se le bajaba. Y cada vez que se le caía como que se la subía para que no le vieran nada. Ay, si a ti ni se te veía nada… o sea… ¡no! ¡sí! Muy bonitos, bonita forma, buen tamaño, y todo. O sea, no que se te viera todo, sino que estaba todo en su buen tamaño. Pero… ¿y la otra? ¿Qué otra? ¡Ah! Ya sé de qué hablas. No, pues nada, se subía la blusa cada vez que se le caía del hombro hasta que le dije: <¿qué te tapas si las tienes de hombre?>. ¡Espera! ¡No me cuelgues! Es que… ah, no soy un grosero, no, mejor no lo dije, pero sí lo pensé, porque las tenía de hombre… sí, porque era hombre. ¿Ves?, te digo que no todos los hombres somos iguales. Por ejemplo, yo no soy igual que los otros, pero hay algunos todavía menos iguales. ¿Ves? ¿Gay? ¡Tiempo! Ya, está bien. Confieso: sí la vi, era mujer, tantito plana, y sí te vi y estás bien guapa. ¿Pero ves? La diferencia es que en lugar de hacerte enojar te hago reír. No todos los hombres somos iguales. Y entonces… ¿te llamas Deyanira? Yo Sansón, mucho gusto.

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