Y al borde del beso gris oscuro
que se prolonga bajo el eje
del litro de leche
con tele
en el que viajo,
el camino a Puebla se llena de minutos
y de una asociación de ropa húmeda
y varillas que asoman varios metros
sobre la carretera.
Las paredes en obra negra,
¡traslúcidas!,
asoman en el paisaje seco,
tan árido como ellas,
y no como el somnoliento rocío
de la mujer
de los ojos hermosos
que viaja conmigo.
Además de aquel volcán recostado a mi derecha
ahora hay,
cuando menos,
otra mujer dormida.
Un atardecer de unos cinco años
riega el paisaje y hace crecer los pinos
como las semillas de frijol
que germinan
en algún rincón de un kínder.
Transcurre la película
mientras al interior de la pantalla nieva.
Y nieva.
Y nieva.
Hace ya varios kilómetros
quedó un hotel de paso,
monumento no oficial a las uniones
que rompe la reja que separa
de la autopista a Chalco.
¡La justicia social en las manos del sexo!
Sexo hay hasta en el beso de las llantas y el asfalto.
No hay sexo en ningún lado.
No vamos a ninguno.
Nos vamos, simplemente, al oriente.
Se llena de minutos
nuestro camino a Puebla.
Los hermosos ojos de la mujer de junto
abandonan su color de madrugada
para lucir despiertos finalmente
y la mujer dormida es ya sólo un volcán
al borde de los besos gris oscuro
entre las llantas y el asfalto ciego.
Los cartones de leche no son guapos.
Los pinos, que emergían, van rindiéndose a las casas.
El atardecer, que no es a estas horas tan joven o inocente,
ya no hace la tarea,
los frijoles mueren solos allá en la secundaria.
¡Y la ciudad asoma!
Después será más bella.
Por ahora está sin nombre.
Esta Puebla no es Puebla.
El camino hasta ella se llena de minutos.
Los ojos de la chica desbordan de momentos.
Miramos ya el Popocatépetl.
Ella… ¡lo contempla enamorada!,
¡es la mujer dormida!
Y al bajar en la CAPU
es la mujer despierta.
18 de febrero de 2011