la Hoja en Blanco

19 julio, 2012

Las cartas al Coronel. Frenos.

Filed under: Las cartas al Coronel — José Armando Alonso Arenas @ 8:43 pm
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El coche era un milagro de la naturaleza, o de los humanos, puesto que nació niña. Estacionada siempre en el mismo lugar con sus faros delanteros mirando pendiente abajo, todos los días reflexionaba sobre lo difícil que era no el mundo, sino poder ser ella misma dentro de él: un universo en que los coches no son niños o niñas, sino asexuados, sino coches.

Llegada la madurez sexual y más tarde la angustia de la edad que todo automóvil sufre cuando le cambian la calcomanía cero por la uno, y no habiendo encontrado un macho de su especie, el coche se decidió a intentar con el chico que salía cada mañana por la entrada del garage contiguo a la porción de calle donde era estacionada. Al primer intento de olvidarse de su freno de mano y mostrarle cuesta abajo su cariño, su dueño, sin tener nada que ver con los deseos carnales del coche del era propietario, llegó a prisión por el homicidio imprudencial de su vecino.

Ella lo perdió todo, excepto la gratitud hacia los medios de comunicación que, para polemizar, difundieron su versión tras el deceso; esos medios de comunicación a los que, a pesar de haberle ganado el cariño de la gente, ella no se atrevió a contarles cuando tiempo después se dio cuenta de que es lesbiana.

7 julio, 2012

Las cartas al Coronel. Uñas postizas.

Filed under: Las cartas al Coronel — José Armando Alonso Arenas @ 1:12 am
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Ya era viernes. Con todo el peso de las urnas en la espalda me levanté con ganas de que terminara aquel día. Pero eran las cuatro de la mañana, el principio del final de una colección de días de urnas y de urnas y de urnas. Luego de hablar, escribir, cenar con ellas, llamarles por teléfono y asistir a su reconteo y fiesta de graduación si el cómputo había salido correcto, me sentía cansada de ellas. Harta de ellas. De esos dados que entre todos arrojamos poco a poco durante un domingo y caen, previsiblemente, cargados.  Hasta en las urnas, pensé, hay suerte. A veces amañada.

Sonó de pronto el celular con el timbre de una moto que acelera. ¿Se lo puse para oírlo diferente y así siempre contestarlo, o para no oírlo? La mitad de la jornada la pasaba buscando muertos en la calle, anécdotas de televisión, perdida en los ladridos de los coches. Contesté.

<¡Malu!>, era el de redacción. <¡Urge que te vengas a la Central de Abastos! Ahí te espera Ramón>.

Como dicen que en Iztapalapa matan, llevaba unos dos meses viviendo ahí para llegar más rápido a los crímenes. Al quitarme la ropa, el borde de la cadera donde se me abulta cada vez más la grasa se iba convirtiendo en uno. Abrí la regadera. No hay agua, dije en voz alta sin que hubiera ni agua ni nadie. Y me alegré. Vivir en donde dicen que matan y no poderme bañar por las mañanas me permitía llegar más rápido a los crímenes. Tomé mi grabadora de audio, la cámara fotográfica, y sin desayunar me largué. A veces hay cosas tan desagradables que te revuelven el estómago, pero, pensé, así es la vida. Así es la vida.

Llegué antes de lo que canta un gallo. Por el rumbo, en las casas que sentadas esperan con asombro cada vez que pasa el metro, todavía quedan algunos. Pero seguían dormidos. No cantaban. Tampoco amanecía. Ramón me esperaba a la entrada de la Central con una substancial sonrisa. Como si se hubiera acostado con alguien. No… ¡es Ramón!, pensé. Seguro sonríe porque hay noticia.

<¡Hay noticia!>, me confirmó, <¡Hay noticia!>. Yo nunca entendí de Ramón la confianza con que en medio de la noche, y sin automóvil propio, llevaba a todos lados la cámara para filmar; especialmente las zonas donde normalmente lo hacíamos; pero era una seguridad que le marcaba elegantemente las ojeras bajo los ojos. La alegría con que decía hoy que había noticia, sin embargo, opacaba con la máscara de un niño la seriedad que siempre mostraba. <¡Hay noticia! ¡Hay noticia!>, me siguió diciendo. Yo imaginaba, con emoción y gusto, ¡una familia sepultada por veinte toneladas de papa detrás de un camión de carga!, ¡un ladrón muerto a naranjazos por dependientes en una bodega!, ¡gente paralizada por espora misteriosa en la nave del pescado!, ¡dedos humanos en un contenedor de pollo!, ¡un coche bomba en…! <¡Subió el precio del huevo!>, gritó alegre Ramón, harto, también, de cubrir las elecciones. No… no me jodas… ¡no me jodas!, le grité enfrascada. Su cara de atónito asombro. Una cosa era cubrir las urnas… ¿pero el precio del huevo? <Pero son especuladores…>, me hizo ver Ramón. Que no me hizo ver nada. <¡Malu! ¿Qué sorpresa? ¿Ya estás en la central? ¿Sí estás ya con Ramón?>, me preguntó, al hacerle desde mi celular una llamada, el de redacción. Yo le menté la madre, me puse a llorar en la bocina, le rogué vacaciones, mi renuncia, que me cambiara a espectáculos, a yo no sé, a cubrir el clima… a… ¡¿De verdad me mandaste a cubrir el precio del huevo?!, le reproché indignada. <¡Pero son especuladores!>, me contestó él emocionado. Que no me emocionó, tampoco, nada. <Bueno, mira>, propuso, <¿por qué no haces unas entrevistas, te relajas, me mandas lo que salga, y luego te tomas el día libre>, dijo; y yo a él la palabra. Dentro de lo malo, ¡lo menos!, consideré con los dedos apretados como usuarios del metro en mi puño.

Entramos Ramón y yo a la Central de Abastos y llegamos a la nave… creo que a la de abarrotes. Efectivamente, al parecer, el precio del huevo había subido, porque no había nadie comprando nada. Los grandes almacenes, presuntos corruptos con inconfesables pruebas, ya se habrían provisto del bien. Tampoco había pequeños comerciantes. Estaba vacío. ¡Maldita sea!, pensé. Hubiera dado igual si no me daba el día, se me irá aquí.

Durante las horas que eventualmente esperaba en el ministerio público a saber la situación de un acusado para poder armar mejor mis notas, leía textos como Narraciones extraordinarias, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada, El Almario o Cañitas, pero una abuela volviéndose verde carecía de inverosimilitud contra una nave sin clientes en la Central de Abastos. Si alguien, de lo que estaba segura, lo viera con la misma perspectiva que yo, esto sería noticia. ¡Vámonos!, le dije a Ramón que jugaba con su cámara, apuntándola hacia la salida de la nave. ¡Vámonos!, le grité. <¡Shhhhhhh!>. Yo me quedé muda, callada como si quisiera no espantarla: allá a lo lejos, saliendo de la penumbra rota por la voz estridente de un foco incandescente apareció una chica joven con una bolsa de mercado. ¡Eso es!, le dije a Ramón en voz baja, como si alzar la voz fuera de mala suerte para una toma que a como pintaba el día no podría repetirse. Cuando se acercó la joven se tapó el rostro y apuró el paso.

Oiga, disculpe… huevos… ¿huevos?, le pregunté. Y fue cuando se quitó de la cara las uñas de acrílico de seis pulgadas. <¡Huevos túuuu, pinche vieeejaaaaa!>, me respondió con menos letras que gotas de saliva. Una lástima para lo bonita que es, pensé. Y dejó la bolsa con el mandado en el piso, la desasió. Sus uñas postizas, ahora sí a todo lo largo, daban a mi tacto de reportera de la nota roja el sabor de ser especiales para abrir puertas por la ranura que queda junto a la pared y luego atravesar de lado a lado el estómago de la víctima (un novio infiel) que vive dentro. Así que procuré sonreírle.

No, disculpe, señorita, le dije… ¡Apaga la cámara, Ramón!, le indiqué, quien ya sabe que obviamente no significa que la apague… disculpe, señorita, proseguí, le decía que si había comprado huevos. <¿Huevos?>, me preguntó. <¡Aaaaaah! ¡No maaaaa! Pos hubieras comenzado por ay, manta, diciendo huevos, pero pos llegas y dices huevos y yo pos dije: ¿huevos?, ni mais, y pos que te los pinto, pero sí, pos así sí nos entendemos, si somos bien amigas, ¿qué no?>. Así que procuré sonreírle, pero con los labios cerrados por la saliva que escupía.

Sí, disculpa, proseguí. Hablando de huevos… <¡pos güeeevooooos!>, me dijo, y se sonrió, mostrándome ante la cámara la charola del producto que había comprado esa mañana. Sí, sí, sí, le dije, ¿te puedo hacer unas preguntas? Ella afirmó con la cabeza. ¿Qué piensas del precio al que compraste el huevo el día de hoy? <Pues… mira…>, se me quedo viendo; ¡María Luisa!, le dije. <Pues mira, María Luisa, el huevo tiene un precio, y si el huevo está contento con él, pues yo respeto>. Me quedé con cara de pendeja. Viendo en todas partes las pinches elecciones, el pinche candidato. Paranoia mía, pensé, paranoia mía. ¿Pero no piensas, amiga, que el comerciante lo está dando muy caro?, continué. <No, pooooooooos… pos mira, si el comerciante lo está dando, y al huevo le parece bien que lo estén dando y al comerciante le parece bien que le parezca bien al huevo, María Luisa, pues yo respeto>. ¡Ah, no, su puta madre!, pensé para mis adentros. Así que procuré dejar de sonreírle. ¡Lo imaginaba nítidamente! Si este engendro de mal manicurista pensaba que me burlaba de ella, saldría yo en la primera plana del Alarma de mañana: “la mató Wolverine”.

A ver, pensé poniendo empeño como nunca, ¿cómo te explico? Y me acordé de las declaraciones del secretario de economía. Mira, mi amor; comencé; Bruno Ferrari hace un par de días comentó que había gente especulando sobre el precio del huevo… <Desde luego, María Luisa>, comenzó a decir, <pero lo dijo Ferrari, y la especulación es normal en su mundo. Además, México ya no es el de antes, ¿a quién le importa lo que diga o no Ferrari?>, me atajó con una seguridad que no había encontrado antes en sus palabras. Estas afirmaciones en boca de una niña de dieciséis años, aun con sus uñas de tres metros y su dicción de aspersor en el jardín, llamaban la atención. Comenzaba a imaginarme títulos para la nota: «el secretario de economía tampoco es la señora de la casa», o algo así. Prende la cámara, Ramón, le indiqué, como si acaso la hubiera apagado en algún punto. Amiga, ¿podrías repetir lo que estabas diciendo sobre el Licenciado Bruno Ferrari?, <¡A güeeevooooo!>, señaló contenta, y sintiéndose importante comenzó a enunciarlo. <¿Que a quién le importa lo que pueda decir Ferrari sobre especulación? Es evidente que él mismo especula. Ahí están los resultados: es un mal perdedor. Ferrari estuvo mal, pero México ya no es el de antes. Ya a nadie le importan los resultados de Ferrari, porque ahora México compite en el mundo con la Escudería Telmex. Y ganó el Checo>. Sonrió calamitosa. Yo me quedé atónita. Perpleja. Muy perpleja.

Mis jornadas anteriores cubriendo las elecciones y conteos y reconteos y reconteos, francamente, no habían sido tan desgastantes como esta entrevista a una niña boba que creía saber de moda hasta en el modo en que respondía, frente a la cámara, mis preguntas. Era asfixiante. Asfixiante. Asfixiante. Me armé a crédito de la paciencia que esperaba gastar en los siguientes años, y proseguí ante el vacío desconsolador de los pasillos de la Central de Abastos.

A ver, niña, reanudé ansiosa. ¿Pero sí sabes que esto que está ocurriendo es ilegal? ¿Que todo esto de la compra y venta de huevo se está saltando lo que establece la ley? ¿Que hay pena incluso de cárcel para quien manipule el comercio, los precios, los mecanismos de manera ilegal de cómo se mueve el huevo? Respiré por fin al concluir de corrido esas frases. <¿Qué huevo?>, preguntó ella. Pues… pues como el que llevas en la bolsa del mandado, respondí. ¡Huevo! ¡Cualquier huevo! <¡Aaaaah!>, respondió desconcertada, sorprendida, y se dio un momento para pensar su respuesta. Se le iluminó el mundo y dijo: <¡Pos qué güevos los tuyos!>. Y me mostró las uñas. Pero solté una mirada inquisidora que le despegó los pies del piso. Moderó entonces su reacción. <¿Neta es ilegal esto de vender y comprar huevos?>, preguntó frustrada. Yo, más tranquila, procuré explicarle: lo que pasa, enuncié, es que cuando uno acapara, quiero decir que compra mucho de cierta cosa, es ilegal, siempre que… <Sí… sí… si yo no compré huevos>, me interrumpió. ¿Cómo?, cuestioné. Me los mostraste, los enseñaste a la cámara, tú me dijiste… <Te estás confundiendo. Ellos se vinieron conmigo. De veras, de veras. ¡Es más! No fui yo quien los compró, ¡fueron mis adversarios!>, declaró. Paranoia mía, pensé, paranoia mía. Deshizo entonces el nudo que amarraba la charola y comenzó a tirar los huevos que había comprado al piso. <¿Ves?>, me dijo, <si no vienen conmigo…¡Hasta se bajan por su propia voluntad!>, insistió. <Yo no compré huevos. Si me los plantaron mis adversarios, yo respeto, pero me los plantaron. Son malos perdedores. Yo no compré huevos. Infrastróctur>, concluyó. Y dejó el suelo más sucio y pegajoso que lo que ya estaba.

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