la Hoja en Blanco

9 octubre, 2013

Las cartas al Coronel. Este valle de lágrimas.

Filed under: Las cartas al Coronel — José Armando Alonso Arenas @ 6:21 pm
Tags: , , ,

<Siempre tuviste cara de sufrido, ¿sabes? Por eso me gustabas mucho>. La breve notita que acompañaba el sobre donde dejó las llaves dejaba la enorme llanura de papel que proseguía en blanco, como el velo de la novia que nunca se casa y crece con los años como una bugambilia a todas partes. La única llave que no venía en el llavero era la del coche. Me incliné a llorar sobre el respaldo de la cama. Si al menos no me hubiera ganado el automóvil, pensé, grité, mordí la madera que le tocaba la pared de noche al vecino cuando la pobrecita aceptaba consolarme la existencia. Casi siempre. <Siempre tuviste cara de sufrido, ¿sabes? Por eso me gustabas mucho>.

Cuando bajé por el elevador y llegué al estacionamiento, el automóvil ya no estaba. ¿Te acuerdas —me dije— cuando te lo ganaste en la rifa de la gasolinera? Evidentemente. El misterio para todos siempre estuvo, por otra parte, en cómo le hice si no tenía coche al cual echarle combustible. Hasta que ese problema pasó enfrente, de alguna manera la vida había sido fácil.

La vida había.

En aquel entonces: no puedo resolver la resta, le pregunté. Mis ojos se convirtieron en el charco con el que te mojan los camiones a gran velocidad después que llueve. Y la empapé con eso. A ella y a los demás tutores del examen profesional. Aprobé y salí a pedir empleo. Ya ahí, contándole al gerente que no había podido resolver una resta y que verdaderamente lo necesitaba, coincidió conmigo en que si no se apiadaba él jamás encontraría yo trabajo.

El sueldo era modesto, cierto.

La oficina era modesta.

Mis trajes eran modestos.

La sopa era modesta.

La altanería era modesta.

El aceite de la puerta era modesto.

Pero la vida había.

Soy modesto, le pregunté. <Pero no llores, muchacho, algún día podrás presumirle a todos que encontraste un empleo en que tendrás quizá derecho a un casillero>. No es cierto, le pregunté sentado en mi cubeta. Y los cristales de la ventana que da hacia la avenida bajaron ante mis ojos como el agua tupida de la peor tormenta cuando llueve sólo al aire libre. La oficina se volvió más grande, lujosa, oceánica. Y yo no sonreía. Dijeron todos entonces muchas cosas.

Por ejemplo, si ella me lo hubiera preguntado, el físico no tuvo nada que ver con tales logros, pero lo sabe como el plato en que se apoya una vela en derretimiento o una bola de manteca que camina hasta la boca de una secadora de cabello. La vida había. ¿Por qué no ansiar pues la muerte; allí, todos los días sentado? <Ándale>, ella me dijo, <te vas a poner gordo>, me dijo, <te vas a morir de Alzheimer>, me dijo, <como los de los comerciales que toman refresco>, me dijo, <la vida>, me dijo, vida había.

La mañana en que me abandonó, en cambio, afirmó que me veía muy guapo. <Pásate el peine>, propuso. Pero me llamó la atención que no fuera ella a tomarlo con su mano y a embarrármelo en la grasa, porque yo no había entrado aún a la regadera, que fue cuando se apartó de mí.

El cómo me gané el coche que perdí fue otra historia. Abrí la portezuela: ella dice, le dije, que me estoy poniendo atractivo. El despachador de gasolina se me quedó viendo, más bien atónito que por estar de acuerdo; y es que me bajé del taxi para contarle de mi pinche vida. Vida había. Así que dígame, le dije, que me diga, le dije, que me, le, diga, dije, me. Y me desmayé entre el olor a gasolina sobre el cofre del taxi. Me desperté en el hospital con el San Juditas del cofre del Tsuru enterrado en el ojo.

Doctor, le dije, ella dice que me estoy poniendo atractivo. Y me puso una máscara por donde pasaba el gas de la anestesia.

La luz del techo de terapia intensiva era intensa sólo de un lado de mi cara. ¡Enfe-fermemera!, le grité a la primera mujer que pasó junto a mí en su disfraz blanco. Dí… dígale al doctor que didice mi novia que me estoy poniendo… atractivo; le ordené; mientras alguien por mi nuevo lado ciego se acercó y me ajustó una mascarilla. Se puso oscuro entonces de ambos lados.

Los pájaros comenzaron a cantar del lado que no veía. ¡Doctor! ¡Qué bueno que lo veo!, le dije, fíjese que dice ella…

… en la televisión se escuchaban las noticias y eran las once de la noche. Cuando por fin logré despegar los párpados, bueno, uno, tuve la visión borrosa de ella, y me tomó la mano. Amor, dile al Doctor que venga por favor para decirle que tú…

La luz era intensa. De nuevo en el quirófano. Todos iban de azul claro y de blanco. ¡Doctor!, grité; ahora que lo veo… <Hijo, soy San Pedro>, me respondió. Risas. Desmayo. Por primera vez desde mi llegada nadie uso la mascarilla.

La luz sigue intensa y huelo alcohol. Abro un ojo. Digo, el único que puedo abrir y cerrar con un San Judas metido hasta el cuello en el otro. <¡Seis minutos!>, grita alguien, y comienza a recoger de todos los presentes el dinero de sus apuestas. <Pobrecito, se creyó lo de San Pedro>, dice uno, <pero el hospital quiere pedirle que por favor firme aquí>. El joven me da una pluma. <El taxista>, prosigue, <ya había pagado la gasolina, pero luego luego desatornillaron del cofre la figura que usted se clavó en el ojo, él se dio a la fuga, así que el despachador de la gasolinería dijo que le entregáramos esto>. Era un boleto para la rifa de un auto y diez pesos de cambio, pedí que me los guardaran. Y entonces proseguí a decir: ella dice que ahora me veo más atractivo y… —el Doctor me interrumpió—. <Ahora que ha firmado su autorización, procederemos. Lo bueno que era un San Juditas y ése sí bien milagroso>, dijo, y me lo sacó de la cara con todo y ojo; los separó uno del otro y me volvió a colocar el globo ocular. Veía con ambos ojos otra vez. <¡Listo!>, dijo el joven, que resultó ser cirujano. <¿Qué tal todo?>, consultó. Pues bien, comencé a decirle, aunque ella ahora piensa que soy más atractivo y…

Desperté hasta con la lengua dormida en la cama de la casa. Ella tarareaba desde la cocina. ¡Amor!, le grité. Yo nunca le gritaba, salvo aquella vez en que le juré que estaba tan pero tan feo y miserable que seguro nadie jamás en la vida se casaría conmigo. Ella jamás lo hizo tampoco, me dijo que sí, pero poco a poco se alargaban más los planes. Desde la cocina, dejó de tararear y volvió tan pronto pudo al cuarto. <¡Mi amor!>, me respondió sonriente, complaciente. <¿Adivina qué?>. Era la primera vez que me decía eso en la vida. Vida hay. <El Doctor dice que tu visión será la de antes, y que la pintura de la capa de San Judas te ha dejado el iris de un verde que pareces extranjero; pero además: ¡te ganaste el coche!>.

¡No me súper chingues!, pensé. La muerte había habido en mi vida; tanto tiempo. ¿Por qué habría de ansiar la vida? Pero ella estaba sumamente alegre, muy alegre, tan alegre conmigo que me dejó en el buró una foto con ella posando desnuda sobre el nuevo automóvil. <Pásate el peine>, me dijo, <te ves muy bien, sobre todo de perfil izquierdo, mon cheri>; era el del ojo verde. Y volvió a la cocina.

El agua de la regadera, cuando me metí, no se sintió ni como charco ni como lluvia, sino como algo diferente. ¿Era eso? No era nada. Quizá era nada más la tibia comicidad de la nota que al salir decía: <Siempre tuviste cara de sufrido, ¿sabes? Por eso me gustabas mucho>.

Bajé del elevador y salí del edificio, en cuyo estacionamiento ya no estaban ni ella ni el coche. Me la encontré esperándome en la calle… con una sonrisota. <Guapo>, me dijo, <¿me llevas a mi trabajo?>. Ni me acerqué, no di un paso más, y me tiré a llorar por si acaso ella volvía.

————————————————————————————————

Nota extra curiosa: la gente le da gracias a San Judas por Facebook en las páginas de San Judas Tadeo, y tiene más seguidores en Facebook entre sus páginas más exitosas que López Obrador y algo parecido a Luis Miguel.

Crea un blog o un sitio web gratuitos con WordPress.com.