la Hoja en Blanco

2 septiembre, 2011

Las cartas al Coronel. El Rayo.

Filed under: Las cartas al Coronel — José Armando Alonso Arenas @ 12:18 pm
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Cuando bajé uno a uno los escalones del micro, pensaba… y yo de pendejo pudiendo haberme quedado en la fotocopiadora. <¡Manuelito!>, me decía Angie, <¡Manuelito!>, me decía Carlis, <¡Manuelito!>, me gritaba el pinche Lic. Porque aunque haya sido siempre un hijo de su puta madre, sería una falta de respeto no llamarlo por su diminutivo de oficina. El Lic. Porque era maestro, pero en el gobierno y en la iniciativa privada nos hacen chiquitos a todos… de cariño. Al salir al fin del microbús, un respingo de aire frío me puso la piel chinita.

<¡Acá, mano, acá!>, me gritó un hombre debajo de la llanta de adelante. ¡Puta madre!, pensé. Y todo por venir hecho la madre. Esto no hubiera pasado si me hubiera quedado, con mis dos doctorados, sacando copias. Después de pasar toda mi vida en la escuela, la siguiente mitad me la freiría en el bote. Estaba seguro de ello. <¡Ándale, amigo, ándale! Estoy atrapado debajo de tu neumático, ¿no te podrías echar poquito para adelante?>, me insistió la persona a la que había atropellado, <para que me pueda salir>, me insistió la persona a la que había atropellado, <porque pues como ves estoy aquí abajo>, me insistió la persona a la que había atropellado, <para que pueda respirar un poquito…>. ¡Cállate que estoy pensando qué hacer!, le respondí. Saqué mi celular.

Hola, amor, le dije a mi esposa que respondió al segundo tono, quería decirte… necesito decirte que… es que lo que voy a decirte, cariño… lo que no sé cómo decirte es que… <¡Saludos!>, gritó amigablemente el de abajo de la llanta. Las cuarenta personas que llevaba de pasaje comenzaban a comentar lo que había ocurrido. A asomarse. A pararse. <¡Órale, cabrones! ¡No se anden zangoloteando allá arriba! Ustedes no saben lo que duele estar aquí debajo>, gritó el hombre aplastado por el micro. Corté la llamada telefónica sin decirle a mi esposa nada y apagué el celular. <Ándale, manito, dame chance de salir… de cuates>, insistió. Yo no sabía qué hacer. ¿Qué más? Caso. Le hice caso. Subí y moví el micro unos metros hasta delante. <¡Hasta ahí hasta ahí hasta ahíiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!>, gritó. <¡Poquito para atrás! ¡Que ya se me atoró la manga en la otra llanta!>. Volví a encender, volví a mover. Ya no volvió a gritar. Vale madres, pensé, seguro ya está muerto.

Cuando bajé del micro nuevamente a ver qué era lo que había pasado, me lo encontré sacando el celular. ¡No! ¿Qué vas a hacer? Le pregunté. Él no debía llamar una ambulancia, ni a la policía. Tanto tiempo me tomó dejar de sacar copias y dejar de ser Manolito para convertirme, poco a poco, semáforo en rojo a semáforo en rojo, en El Rayo. Ya hasta le había comprado un estrobo al micro, pa que se viera chido.

¡No, no puedes llamar a nadie!, le dije. Pero al mismo tiempo sabía que se estaba muriendo. No puedes… no puedes… no puedes… <¿Pues a quién?>, me respondió. Mira, saqué mil ciento diez puntos en viborita, a que no haces más, me dijo, y me tendió su celular. Le dije que no.

Arrastrándose, como pudo, intentó acercarse a la banqueta, al principio sólo pudo sacar la mitad del cuerpo debajo de mi pesado automóvil. <¡No mames, carnal, ya te manché la llanta! Y así rojilla sí se ve fregona, pero deja que seque y no se va a ver chida>, me comentó. Toda su sudadera estaba cenagosa, oscura. Seguro había salido a hacer ejercicio, pero la mancha, a la altura del vientre, no podía ser de sudor. <Y yo de pendejo intentándome cruzar cuando ustedes tienen alto… no sé por qué no caminé hasta el siguiente puente peatonal, caray… un par de kilómetros y saltar donde ya no hay escalones… de verdad que qué pena contigo, no fue tu culpa, carnal>, me dijo. <¡Perdonen el retraso, señores pasajeros!>, les gritó. Yo me sentía sumamente irresponsable. Cuando pasó una patrulla y se paró frente a mí, yo ya quería que me esposaran. <Buenos días, ¿qué pasó aquí, señores?>, preguntó uno de los agentes. El hombre al que había atropellado sacó su cartera y le dio doscientos pesos. <Nada, nada, aquí el joven y yo disparándole una torta de tamal, oficial; pero que sea una buena, ¿eh?, de campeón. Para que luego no vaya a andar pensando que si él sí me atropelló o si él no me pegó y yo fui el que se aventó para fingir la falta y luego me ande sacando la tarjeta amarilla. Mejor así, mejor así. Que tenga un bonito día>. El policía no supo qué decir, pero mandó llamar una ambulancia. <No se hubiera molestado, poli, ¿no ve que uno luego se anda quejando de ustedes de que abusan?, ¡imagínese qué van a pensar de mí los pasajeros si ven que yo abuso de ustedes!>, concluyó.

Sacó su pomada X-Ray Dol, Genomma Lab, como la vio en televisión y se la untó sobre toda la barriga. Se incorporó y me tendió la mano para despedirse. Involuntariamente, le eché una mirada de asco. <¡Claro! Disculpa>, y replegó la mano, fue todo lo que dijo… ¡No, no es cierto! <Saludos en casa>, concluyó. Y se marchó. Uno de los policías, el que lo vio, no se movió de atónito. El otro no pudo darse cuenta, estaba esperando la ambulancia. Yo subí instintivamente a la patrulla. Los que iban en el micro se bajaron. De camino al ministerio público, dos cuadras después, encontramos al hombre misterioso, de nuevo tirado, pero muerto. Nunca supimos su nombre.

Al buscar entre sus objetos personales, traía consigo decenas de millones de identificaciones. La mayoría eran de la escuela, actas de matrimonio, credenciales de elector. Credenciales de elector.

Para leer «Elfegio» (una especie de segunda parte) hacer click aquí

1 comentario »

  1. […] Click para leer “El Rayo” (que no es necesario, pero da una lectura distinta a no hacerl… […]

    Pingback por Las cartas al Coronel. Elfegio. | la Hoja en Blanco — 30 agosto, 2013 @ 12:12 am | Responder


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