la Hoja en Blanco

31 octubre, 2011

Las cartas al Coronel. En la cabeza.

21:31

Amor… ¡Amor!, le dije a Juanito. Y entonces él volteó. No, no es cierto, hizo como que iba a voltear, mas no volteó. La fila de las cajas llegaba hasta el departamento de verduras. ¿Amor?, le insistí. ¡Juan Miguel, con un carajo!, grité. Los pocos caballeros que quedaban, y los niños asustados, giraron para verme. Algunos se arrojaron al piso cubriéndose la cabeza, ¡al piso! Las mujeres ni voltearon. <Con tanto pendejo suelto es muy probable que ese tal Juanito corrobore que el hombre (más como género que como especie) usa nada más el 10% de todo su cerebro>, habría yo pensado si fuera alguna de ellas. Ninguna mujer, como dije, volteó. Juan Miguel lo hizo como unos diez, quince, treinta y tres segundos después. Sus ojos estaban en blanco, me clavó la vista triste en el escote y se le escurrió la baba. Lo de siempre. Lo de los hombres. No me sorprendió.

Años atrás

Juan Miguel, ¿qué es esa mamada de que te mordió un zombie?, le pregunté cuando llegó a la casa a las seis de la mañana con el cuello del color del labial de la puta de su secretaria. Pero no me respondió. O bueno, sí. Me dijo que lo habían ascendido a Ejecutivo de ventas supra plus. Ejecutivo de venta supra plus número doscientos setenta y cuatro. Ejecutivo. Sus labios más sucios que nunca repetían. No lo volví a dejar morderme el cuello, el vientre, los labios.

22:18

Nosotros les mandamos migrantes, delfín entre el atún, influenza. Ellos los Walt Marts, el Halloween, los zombies. E imágenes de viejas encueradas que los mexicanos no tienen. Pero el Walt Mart y el Halloween y las mujeres se los quedan. Nos mandan las mamadas.

¡Juan Miguel!, le pegué un grito que irrumpió en mi soliloquio, estás tomando el camino a tu trabajo. Para cuando tomó el retorno, ya habíamos arrastrado la vida, con las llantas por delante, a lo largo de todo el Periférico Oriente. Al igual que noches anteriores, llevaba el cuello rojo, pero esta vez con manchas que, a diferencia de la primera que le hallé y que no se le movía, con crema y algodones sí le podría quitar. Le grité ¡pendejo!, y me bajó en Iztapalapa en medio de la noche. Para cuando llegué a casa, a las tres de la mañana, el coche no estaba. Se había ido a trabajar, se había ido a trabajar o no había llegado.

03:00

Me metí a llorar al baño. La costumbre, la costumbre. Recuerdo cuando Juan Miguel me decía que, pensaba, de pequeño lo había atacado un zombie. Cómo extraño sus estupideces. Y su lado sensible. Y así, me decía, al oído me decía, que desde que lo abracé por primera vez sintió que no había nada a qué temerle. Pero yo sí temía cuando él no estaba. Por eso escondí de nadie, de nadie que no había en el departamento, que era lo último que él y yo compartíamos, mi sufrimiento. Como hace tantos años, en la secundaria, el baño continuaba siendo el lugar de los débiles. Recuerdo cuando mi papá, que en paz descanse, me dijo que ahí es donde los machos se hacen putos. Mascarilla para las ojeras, talco con aroma a hada madrina para los pies, pinzas color rosa para depilarse el pecho… porque hasta para la cera son remaricones.

Las pinzas de Juan Miguel estaban, esa noche, sobre el lavabo.

Un sitio del pasado

Antonio era un muchachito igual que los otros. Muy inteligente con la panza y con el pene. Le falta seso. Y una novia con marido capaz de pagarle el spinning, como yo sí tenía uno. Él era el celador de la unidad en la que vivo.

¡Toñito!, le dije al irlo a ver a su caseta, mi esposo no va a llegar hoy. Antonio volteó lentamente, con los ojos en blanco, pero alegres; se asomó debajo de mi cuello y se le cayó la baba. Como eran las tres de la mañana, llevaba sudadera y no me empapó el monedero abierto de mi usual escote. Era para él todo un tesoro lo que llevaba dentro. Como su novia, igual de jodida que él, no tenía dinero para el gimnasio, tampoco pechos firmes.

A las tres y media se vino Antonio. Y vino Juan Miguel. Y abrió la puerta del departamento. Y yo estaba encuerada en la sala, y con Antonio encima.

Me está ayudando a buscar mi ropa, le dije a Juan Miguel; es que no la hallaba y tenía frío, y Antonio muy amable vino a ayudarme.

Mi marido sacó un billete de doscientos y se lo dio a Toñito. Después entró al cuarto, salió del cuarto y tuvo sexo conmigo en el coche camino a su oficina. Yo me dormí, desnuda, en la cajuela.

11:15

Belencita, ya no puedo, le dije a mi psicóloga… ¡es que es demasiado hombre! <El problema>, me dijo tranquilamente, <el problema lo tiene en la cabeza; es lo que le metieron ahí cuando era chico, todo a lo largo de su vida y puede que nunca logres amoldarlo a lo que quieres; ¡pero ahí está el verdadero enredo!, ¡en ti!, que quieres a fuerza que sea de un modo y no haces nada por cambiarlo o por aceptarlo; no está en él, sino en ti, en tu cabeza, Nancy>.

Después de largos años de terapia, y aclarándole que no sería yo quien cambiaría, aquella mañana le exigí una solución inmediata a mi vida. Al finalizar mi media hora, sacó una pistola, sin balas, y me dijo que podía poner fin a mis lamentos de más de una manera, pero que para todas era necesaria la voluntad de hacerlo. <Recuerda, nada de juegos, en la cabeza>, me dijo, y agendó una cita para la próxima semana.

20:20

Juan Miguel volvió tarde. Al abrir la puerta me halló con la pistola. Volteó hacia mí con los ojos en blanco, me miró el escote y le escurrió la baba. Cuando me llevé el arma a la sien no me dijo que no lo hiciera.

20:21

Pensé en Belén cuando me dijo <recuerda, en la cabeza>, porque así se mata a los zombies. Pero no es cierto, después de volársela a Juan Miguel, le salió otra: la de Antonio. Me ayudó a limpiar la sala, nos revolcamos sobre el sofá que había sudado tanto de los nervios y después cenamos. El pene y la barriga de Antonio son muy inteligentes. ¿Qué pude haber hecho yo?

Domingo

El juez estaba guapo, y lo conocí llorando. No llorando él, sino yo. Porque además del pene y la barriga, los hombres también piensan con la culpa. Es que me atacó un zombie, le dije. Sus ojos blancos se pararon sobre mis melones jugosos y se le hacía agua la boca. <¡Ay, señorita!>, me dijo, <la próxima vez dispare al pecho; ahí no mata>, y me dejó libre.

Final feliz

<¿Y ahora?>, me dijo la cabeza de Antonio sobre los hombros de Juanito. Lo llevé a ver viejas y a comer pizza, lo dejé un rato solo. Y él feliz. Y yo feliz. Porque siendo domingo, el juez saldría temprano.

Nota póstuma

Belén pregunta que por qué salgo con hombres a medias: medio hombres y medio no hombres. Tenemos cita la próxima semana. Sí, pues, también con Belén. Hablo del zombie.


4 marzo, 2011

Las cartas al Coronel. Bajo el mar.

Y es que cuando me dijo <Sebastián>… sí pensé algo así como que “¡chales, maestro! ¡Chale!”. ¡Sebastián! Ella dijo Sebastián. ¿Como por qué ponerle a mi hijo Sebastián?, pensé. Y luego, también, recordé que ella había dicho que no le pediría opinión al padre. Mi hijo se llamaría Sebastián de la manera más intransigente. ¡Qué puta es la vida!, pensé.

Eran las cuatro de la tarde, y miré a mi compa con el que estaba platicando. Estábamos sentados los dos en la banqueta. ¡Date cuenta! ¡Le quiere poner Sebastián!, le dije. Y no fue un chamaco pelón y empañalado el que me vino a la mente, sino un cangrejo cantando en una película de dibujos animados. ¡Qué contradictorio ser tan rojo, pero tan rojo y trabajarle a Disney!

<Mejor no, ¿verdad?>, me dijo mi compa. Yo estuve a punto de decirle que no, ¡que definitivamente no!, que así no, pero me quedé calladito.

Cuando uno tiene un hijo, le pone el nombre de alguien a quien admira, a quien uno quiere que se parezca. El de alguien más quizá, tal vez el de uno mismo, al fin y al cabo de esa persona que será su ejemplo a seguir cuando el pequeño crezca. ¿Qué se sentirá que tu propio hijo te conteste <surimi> al preguntarle qué quiere ser de grande? Definitivamente mi niño no se llamaría Sebastián.

 Y además, le dije a mi compa, a mí que esa mujer ya no está bien para esposa, ¿sabes?  <¿Cómo?>, me preguntó. Pero yo lo ignoré. Ella quería que su hijo se llamara Sebastián y ese era el meollo del asunto. Sus infidelidades como novia serían lo de menos cuando al escuchar uno el nombre de su hijo pensara en un crustáceo cantando huevonadas de qué chida está la vida submarina mientras intenta zafarse de los aros de un six pack. ¡Sí que la vida es puta!, me convencí. Se lo dije a mi compa.

¿Y si además, por culpa de llamarse Sebastián, mi hijo pronuncia como el Peje?, pensé. ¡No me chingues!, intenté decir, pero el barullo de la fiesta de mis recuerdos del cangrejo Sebastián cantando su canción me estorbaba al oír mis propios pensamientos. <Bajo el maaaaar, bajo el maaaaaar nadie nos fríe ni nos cocina en un sartén>, le escuché.  <Bajo el maaaaar vives contenta siendo sirena>, lo oí, seguramente hablando con su amiga de tres ojos por sobre exposición a los alcohólicos sudores de los spring breakers. Porque la vida bajo el mar en estos tiempos sí que está cabrona.

Yo en tu lugar, concluí después de imaginarme en su situación queriendo contraer nupcias con una mujer dispuesta a bautizar a la descendencia como si fueran cangrejos, no le pediría jamás matrimonio, le dije. Está re loca. Mira, continué, tú estás chavo, apenas entraste a la prepa, ella ya va saliendo. Quiere cosas distintas. Muchas cosas, te lo juro, le comenté yo acordándome de las veces que ella le había sido infiel a mi compa con uno de sus amigos. Él no lo sabía. ¡Además, imagínate! ¿Qué tal que un día tienes un hijo con ella y le pone Sebastián? <No, pues sí, tienes razón>, reconoció él con la cara de quien ve devotamente las caricaturas del canal cinco. <Pero ahora tengo que cancelarle la cena en que le iba a proponer que nos casáramos un día>, agregó turbado. Como no supo cómo hacerlo, me ofrecí a llevarlo a cabo en su lugar. Le conté que había quedado yo de pasar por algo a casa de ella, de hecho ya me tengo que ir, le dije; ahorita que no están sus papás, pensé. De verdad que la vida es puta, y no sólo la vida.

Media hora después estaba yo frente a su pórtico. La mano me temblaba de ansia cuando toqué su timbre. El coche de sus padres aún no ocupaba el cajón que le correspondía. Ella abriría la puerta, la sala, yo la boca para decirle que no la llevaría a cenar su novio, ella mis botones, ella mi camisa, ella su blusa, su falda, las piernas, le pondríamos nombre al niño… ¿Sebastián?, recordé de pronto. Cuando ella al fin abrió, nadie la esperaba fuera. Yo iba ya en mi auto escuchando a todo volumen, en la mente, las mamadas de aquel pinche cangrejo.

Inspirado en (y dedicado a)

Diego, a quien no se puede convencer sobre el nombre de un proyecto.

América, que a fuerza le quiere poner Sebastián a su hijo.

Mario, que llega preguntando si me voy casar.

Y en la canción «El diablo» de Fobia.

*los personajes se basan en anécdotas del día de hoy y no en personas reales.

«Bajo el mar» (de La sirenita)

http://www.youtube.com/watch?v=7OJYRH-Br24

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