la Hoja en Blanco

29 noviembre, 2013

Las cartas al Coronel. Vivir más allá.

Filed under: Las cartas al Coronel — José Armando Alonso Arenas @ 3:58 pm
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Con las últimas fuerzas que le quedaron, se ató la corbata. Su voz melódica sonaba como la defensa de un coche chaparro cuando pasa un tope, nunca antes tan varonil como ahora. Ahora, con la misma gravedad en la voz y en el estado de salud, la Tierra atraía al moribundo hacia ella.

<Padre…>, se le acercó a decirle su hija al oído. <¡Pinche maleducada!>, le dijo su madre, <siempre te ha dicho que le digas Don Jesús>. Y jalándola de la greña la sacó del cuarto. El pasillo a donde la llevó, detrás de la puerta roja de fina madera de la recámara del moribundo, estaba lleno de bustos y pinturas de la familia de Don Jesús. Nunca fueron importantes. Pero fue allí donde la hija, de unos cincuenta años, se quedó llorando hasta que una voz bastante conocida por su color blanco y sus agudos de piquete de jeringa, le dijo pausadamente: <Don Jesús ha muerto>.

Lo bueno, por otra parte, es que Don Jesús había dejado todo listo para aquella ineludible cita. <Si la muerte fuera como el Sistema de Administración Tributario>, se decía el hombre. La vida eterna, sin embargo, podría o no estar hecha para él. Por eso, poco antes de morir, por si acaso, con las últimas fuerzas que le quedaron se ató la corbata, después de haberse puesto el traje negro, peinado el bigote y acostado encima de la sábana blanca en la que lo sacaron muerto. Don Jesús era un buen cristiano, y más que arreglarse como muerto para su entierro por no darle molestias a nadie, creía en la posibilidad de la resurrección de la carne que le prometía quien hubiera escrito en un tiempo inmemorial el credo católico de los apóstoles. Él se consideraba uno. “Creo en el espíritu santo, la santa iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne”. Y resucitar en una ropa que él no habría elegido le parecía desagradable. Y le daba vueltas a la idea. Consideraba que, como es natural y comprobado, las células del cerebro comienzan a morir después de unos pocos minutos sin oxigenación, y que volver a introducirse en un cuerpo en tales condiciones… <Daaaaaa, daaaa, dahahaaaaa>, pensaba. Pensaba que así pensaría. <Al menos verme bien>, fue lo que se propuso. Si súbitamente resucitaba tonto, no le vendría de más estar bien presentado. De modo que antes de que le quedaran las últimas fuerzas necesarias para acomodarse la corbata, eligió una gris brillante.

El color gris siempre habló de su personalidad. En aquel entonces, su hija tenía sólo cuarenta años. <Don Jesús>, le dijo la joven, <el gobernador desea pasar a verlo>. Y Don Jesús, como detalle, le dijo que sí al gobernador, y platicaron. <¡Mi buen Chucho!>, le gritó el gobernador, abriéndole los brazos en señal de abrazo. <¡Mi buen chacho!>, le dijo Don Jesús. <Cállate y siéntate, ¿qué quieres?>. El gobernador obedeció a Don Jesús. <¿Me callo o le digo?>, preguntó. <¡Chingá! Si ya comenzaste a hablar… ¡Lupita!>, le gritó a su hija Silvana, pero como a todas las secretarias siempre les dijo Lupe, a ésta la trataba de cariño. Había algo de culpa muy dentro de él que le decía que, para que su hija fracasara tanto, quizá había él hecho algo mal, como tenerla. Ni modo, para ganarse el cielo tendría que apiadarse y ayudarla. Él era un buen cristiano. Cuando su hija Silvana (Lupita) apareció en la puerta, Don Jesús ordenó: <tráigale un caballito de Tequila al gobernador>. <¿De los chicos o de los grandes?>, situó Silvana; <uno chico>, pidió el gobernador. <Aquí no te mandas>, respondió Don Jesús, <estás en mi estado>, y dijo que le trajeran (<tú me entiendes>) un caballito de los grandes. Al minuto entró un mozo de cuadra con un potrillo y Don Jesús se echó a reír: <¡Te juro que lo traje desde Tequila, Jalisco!>, le gritó al gobernador, diciéndole también que nada más creciera tendría que comprar otro para poder seguir haciendo sus bromas. Al gobernador no le pareció simpático, y el mozo de cuadras se retiró con el caballo nuevamente. <¿Qué quieres entonces?>, le preguntó Don Jesús. <¿De tomar?>, preguntó asimismo el gobernador. <No te voy a dar ni dos minutos, me refiero a qué te trae hasta mí>. El gobernador bajó la mirada al escritorio del cacique, la fue subiendo lentamente a través de una corbata gris de Don Jesús y llegó a su rostro frío como un enojo. <Quiero…>, murmuró el gobernador, <venderle una propiedad>.

Hubo por ahí un par de cláusulas. Don Jesús se volvió gobernador y adquirió, sobre la carretera a México y con uso de suelo habitacional, un predio con la forma de Cuauhtémoc Blanco celebrando un gol. <Si serás naco>, le dijo Don Jesús al ahora exgobernador y dueño antiguo de aquel predio, pero aceptó la oferta. Contento con las 500 hectáreas adquiridas, Don Jesús comenzó a desarrollarlas. Live like you were in America, decía el anuncio espectacular que promocionaba el desarrollo. Las casas eran o todas azules o todas amarillas, según la sección que uno eligiera (para darle variedad). Y ahí acababa América. El verde del suburbio estadounidense no era parte lógica del uniforme conjunto ni del uniforme de un club, pero la gente comenzó a adquirir las casas. ¡A tan sólo un partido de fútbol de la ciudad!, decía otra propaganda. Luego luego se vio venir el inevitable declive (por los costos de transporte, la inseguridad, la falta de tiempo libre o la falla de servicios) de todas las personas que compraron alguna vivienda.

Pero Don Jesús era un buen cristiano y sabía que había hecho algo bueno. Les dio casas, les dio ilusiones. Hacer más que eso hubiera sido pretencioso y un buen cristiano nunca es pretencioso. <¿Qué importa dónde estés mientras estés con Dios?>, sostuvo alguna vez en un programa de radio donde lo entrevistaron sobre aquellas viviendas situadas en lejana periferia. <¡Dios llega a todas partes!>, concluyó. Y comparado con Dios, ni el transporte ni el agua potable ni la policía eran tan importantes. La localización entonces… la verdad… tampoco.

De cualquier modo, Don Jesús estaba muy consciente de que, incluso si se equivocara en sus acciones, Dios y la falta de memoria perdonarían sus pecados.

Por eso, cuando estaba atándose la corbata, a punto de fallecer, pensó por vez última en sus posibilidades después de la muerte. Técnicamente, si Dios lo estaba llamando a su lado, pero Dios estaba en todas partes, ¿no se podría quedar en la Tierra y estar también con él? ¿O después de morir en verdad resucitaría? ¿O llegaría a algún lugar de gloria y plenitud? Exhaló por ver última y se sintió aliviado y contento.

Pero era un buen cristiano, así que reencarnar en vaca le movió el piso. <Muuuuu muuuuuuuuu>, pensó, consciente y satisfecho de que habría hecho muuuuuuucho bien y muuuuuuuuuchas casas en su vida pasada que, a pesar de su localización terrible lejana a todo, le valieron tan especial reencarnación. En la Comarca Lagunera. O en Estados Unidos, en una granja de Monsanto. Comiendo Prosilac. Tan lejos de la India. ¡Y macho! Haciendo fila como en pleno tráfico para volverse bisteck. ¡Y tan lejos de la India! ¡Tan lejos de la India!

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