la Hoja en Blanco

13 febrero, 2012

Las cartas al Coronel. Franki.

Filed under: Las cartas al Coronel — José Armando Alonso Arenas @ 7:02 pm
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A Caro Salazar

Ya era aquella la hora en que las lucecitas comenzaban a tocar la puerta de la tienda de campaña. Y el toldo. ¡Ay!, ándale, Franki, ya dejó de llover, sal y quita el toldo, ¿sí?, no seas cobarde, le dije con mi voz más remilgosa para que saliera a remover el toldo y pudiéramos ver las estrellas. Con mis notitas de caja de música descompuesta y ojos de violín sobre viejito a media calle, o a la salida de un metro, sabía que no podía decirme que no. Por ternura, por lástima, porque se siente un héroe, por pura cacofonía. Porque mi voz es horrible. Pero confiaba en que lo haría por héroe. Porque eso hacen los hombres. Por eso lo llevé a Peña de Lobos. Porque le debía un cañón.

Apenas el viernes pasado, había conocido a los amigos de Franki. <Paso por ti>, me dijo, <y a las once estamos en casa del Vampiro a ver qué sale>. Fue Mauricio quien lo dijo. Yo no conocía al Vampiro. Ni a Franki. Cuando Mau pasó por mí, yo estaba ya en la puerta. Era la primera vez que salíamos. <¡Qué rápida!>, me dijo, completo ignorante de la tarde que había gastado poniéndome para él, sólo para él, mi disfraz de volcán chiquito: fácil de trepar, muy hot y con poquitas faldas. Me dijo guapa entre el espacio que quedaba entre el volumen de su radio y la ventana abierta. El pendejo iba en tenis. Sucios.

Las botas de Franki también estaban sucias. El bello me cargó, al llegar a Peña de Lobos, para bajar del automóvil; porque estaba lloviendo. Poquito, con nubes salpicadas como los días bonitos sobre la rutina. Metódico, una vez que me puso en tierra seca, pero desde donde podían verse los ataques de cosquillas que tenían los estanques, Franki volvió hasta su automóvil, revisó dos veces haber apagado las luces, el estéreo, bajó y subió hasta el tope cada una de los vidrios y lo cerró. Dos minutos más tarde, mis tenis rosas se habían llenado de lodo también. Espera, Franki, le había dicho. Olvidé mi bolsa. Le dije que no se preocupara, le di un beso en la mejilla, le saqué la lengua y le hice esperar bajo un árbol a varios metros del coche. Lo siento, confesé, olvidé que no traía mi bolsa. La luna no brillaba más que mi sonrisa. Ni sumándole su reflejo en los estanques. Ya un poco a lo lejos imaginaba cómo cantarían los grillos, acompañados por la estación de radio Opus que tanto le gustaba a Franki. Pero el único radio a la redonda era el de su coche, y a la distancia que estábamos, y habiéndolo apagado Franki, las poquitas notas musicales venían de las monedas que el cielo arrojaba a los estanques para mejorar su suerte.  Él y yo sucios y mojados, bajamos hasta aquellos. Un cañón, pequeño como un volcán chiquito, pero tan de verdad como yo misma, con sus rueditas, con su piel de hierro, se asomaba a la orilla de uno de los espejos acuáticos. Entre el acueducto que baja y el puente de madera que sube para pasar sobre el agua. Ahí tienes el cañón que te debía, le dije. Y lo abracé.

El día en que lo conocí sólo le di la mano. Tenía menos líneas en la palma que ahora. <Éste es el Vampiro, Paco, el Muerto y Frankenstein>, me dijo Mau. ¡No, pues mucho gusto!, le respondió el volcán chiquito a los pelos despeinados, las envolturas de mezclilla, barbas largas, saludando con cara de provinciano que hace la parada al metro. ¡No mames, Mauricio! Le dije con mi voz desentonada cuando nos metimos, como si todavía hubiera cariño después de eso, al baño. ¿Y ahora qué, Mauricio, pues a qué lugar pensabas llevarme así, tú vestido así? ¿Y ya viste cómo está vestido tu Vampiro, tu Frankenstein, tu puta familia Monster? <Pues… pues…>, titubeó, <te dije que vendríamos a la casa del Vampiro y ya veríamos qué sacaban>. Salimos del baño. La novia de Paco, que no iba ni podría ir vestida de volcán chiquito ─le faltaría lo hot─ esperaba fuera, haciendo fila. Cuando salimos nos sonrió. Pinche vieja, pensé. Pero le pedí que me ayudara con unas cositas de mujeres, para que Mauricio se fuera. ¿Te puedo preguntar algo, Irma?, le dije con mis gallos de gato atropellado, y ojos de uno que después del siniestro sigue vivo, sabiendo que no podía decirme que no. Por lástima, por solidaria, por hipócrita, por pura cacofonía: mi voz es horrible. Oye, Irma, comencé, los amigos de tu novio… ¿normalmente qué sacan? <mmm… ¿sacar? O sea, ¿cómo, reina? ¿Sacan seis? ¿siete?>, contestó, <bueno, depende de si atacan con tres dados o si defienden con dos, pero si defienden, como normalmente usan dos dados, la mayor probabilidad es que saquen siete. Pero no te preocupes, ¿para qué te lo explico? Pedagoga, ¿verdad? Yo actuaria, pero te comprendo. Aunque si te refieres a sacar, del otro sacar, a veces en lugar del Risk sacan el Monopoly>. Y se metió al baño.

Las curvas en la carretera para llegar a Peña de Lobos fueron más divertidas que aquella noche, cuando conocí a Frankie. Desde luego que Franki no tenía curvas, pero como si las tuviera. Por algo le había pedido que quitara el toldo, y no por las burbujas de cerveza que implotan en el paladar negro del cielo. Sino porque hacía frío y porque es un lindo, y así me abrazaría. Pero, oye, oye… ¿Como por qué los apodos de la familia Monster?, le preguntó una barra de Bon Ice a la otra, cada una metida, ¡bien metida!, excepto por los brazos de Franki (que me abrazaban), en su sleeping bag. Porque digo, no me dejarás mentir, le dije,… la verdad no estás así como… como feo… digo, el Vampiro con sus ojos rojos la neta de drogado, pues sí está de vampiro, pero pues tú estás… … hasta guapo. O sea, sí, guapo. Entonces no te entiendo. Dejar que te digan así, ¿Frankenstein? Sólo un wey muy feo podría llamarse Frankenstein, le dije, y lo miré sonriendo, conqueteando. <Mi abuelo paterno era alemán y se apellidaba así>, me dijo. Y muerta de vergüenza, mientras él se reía y me decía que le dijera Antonio, me quedé en silencio.

En silencio como toda la partida de Risk en la casa del Vampiro. Ya a las dos de la mañana, el disfraz de volcán chiquito, casi sin faldas, me hacía sentir en las piernas nieve. El Vampiro estaba atacando Venezuela cuando Franki se levantó y se metió al cuarto de él. En la otra habitación que formaba parte de aquel departamento vivía un hombre viudo, tempranamente viudo, de quien lo único que se tenía certeza es que dejaba su puerta con seguro cada vez que se iba y que pagaría la renta a tiempo. <¡Franki! ¡Te estoy atacando!>, gritó el Vampiro desde la sala. Cuando un cielo tejido en lana me cubrió las piernas, entreabrí los ojos. A lo lejos, las piezas de artillería de colores y las estatuas ecuestres en esencial miniatura parecían un museo de historia que en vez de hablar de historia refiriera el temperamento de quienes la estelarizaron. Cada uno mirando hacia algún lado, como dioses menores rencorosos. El Vampiro, antes de tirar, se robó una pieza de oro de la sala arte, una de artillería. Las piezas de Franki, quien me miraba y preguntaba si no podía hacer algo más por mí, eran las amarillas. Sí, sí puedes, respondí, dile al Vampiro que te regrese el cañón que se robó de Centroamérica, dicté. Pero él no me hizo caso. Dos turnos después había perdido el juego. Emergiendo de súbito bajo el domo de lana con que me había cubierto cuando le robaron aquella pieza, y temblando como una chimenea en erupción, pero por el frío, le pedí que me llevara a casa. Ya en el coche, la mujer dormida bajo el volcán chiquito le dijo: te debo una. <Olvídalo>, me contestó. Está bien, le respondí, pero quedo a deberte un cañón.

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22 febrero, 2010

Avioncitos de papel.

Filed under: Avioncitos de papel — @hugocervantes @ 7:12 pm
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Viene la noche cantando
cuando se apaga el día en el corazón del tiempo.

Como golondrinas de adiós
las hojas vuelan hacia donde no estás.

¿Bajo qué rama,
sobre qué nube
he de encontrar tu mirada?

En estas tierras ajenas a nosotros
he dado doscientos pasos
y no he encontrado ninguna huella tuya
mas que este olor a ti, de ti, contigo.

A esta hora profunda de la ligera noche
(sin embargo)
reconozco
que me faltan
unas cuantas gotas de tu cintura
y dos suspiros de tu cara
descansando sobre mi pecho,
sofocando tu corazón enamorado.

Viene la noche abriéndose
como una herida vieja

que ya no duele
por donde ya no se respira
y donde pasan palomas nocturnas
que salieron de mis manos
o de tu pecho

(sin embargo)

tu ausencia
es tan reciente

que hay polvo de estrellas
en vez de humo

hugoángel

"Baltimore Rowhouses" -- Crabsandbeer

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