la Hoja en Blanco

30 agosto, 2013

Las cartas al Coronel. Elfegio.

Filed under: Las cartas al Coronel — José Armando Alonso Arenas @ 12:03 am
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Que frente al espejo me abrocho la camisa, me acomodo la almohada, y hallo, como un caballo al camino, enfrente lo que yo quería. Y recordé aquel día. Padrino, le dije aquel entonces, usted sabe que he ido como acólito tras la cruz a las marchas detrás de esa bandera, y he besado las manos de quienes reparten el alpiste a las palomas. Pero comienzo a sentir que mi vehemencia se dobla como un brote verde que ha bebido demasiada agua. Y no llegamos al gobierno, Padrino, la corriente todavía no es gobierno. Yo creo que…

Y me cogió los hombros. <Eulalio>, me dijo zarandeándome con la voz de una lata de refresco con colillas de cigarro. <Hijo, yo sé que te has esforzado>, me he esforzado, Padrino; respondí; <yo sé que te has desmañanado>, me he desmañanado, Padrino; afirmé; <yo sé que has mantenido recto al volante de tu barco>; lo he mantenido, Padrino; confirmé; <yo sé que has dado todo en esperanzas que serían probablemente infértiles>; no, tampoco, no diga fregaderas; le denosté; ¿con qué pendejo está hablando, carajo? Si para eso me meto de vendedor de Avón y le toco el timbre a su puta madre. Y se quedó frío. Desde joven, me encantaba la idea de ser el Don Licenciado Regidor Elfegio, y no concebía otra cosa. <Alejandro>, se dirigió a mí, <yo ya sé con qué pendejo estoy hablando, pero tú no sabes qué timbre tocas. Lo bueno es que me acabas de dar cuenta de ambas>, refirió, y me quedé helado yo.

<Te voy a dar una última oportunidad para que me demuestres que eres un político>, me dijo. Paseándose como fantasma de luz y polvo por la oficina, sus carnes amarillas chirriaban en cada esfuerzo como un cadáver de vaca en la sequía subiendo a un taxi. <¿Me amas?>, me preguntó, y se fue desabotonando la primera estación del viaje cuesta abajo de su camisa. <¿Me amas, chiga?>, insistió, mientras desabrochaba el segundo. Yo me apreté un agujerito más el cinturón pensando en mi flaqueza. Don Licenciado Regidor Elfegio. Don Licenciado Regidor Elfegio. Don Li. <¡Dime que sí, puta madre!>. No, pues sí, le respondí soltándome el cinturón y pensando en qué se asomaba. <Entonces párate y ve a prender el ventilador que hace un calor de la chingada>, me dijo. En cuanto encendí el aire acondicionado, que para él cualquier sistema de enfriamiento, incluido el abanico, era un ventilador, sus carnes dejaron de tornarse cada vez más verdes y volvió a abrocharse los dos botones. <Ahora sí, Eustaquio, ¿me amas?>, sí, pues sí, le afirmé. <¿Amas al Partido y por encima a la corriente?>, desde luego, corroboré. <¿Amas a tu Patria?>, como a Dios, le juré. <Entonces sí eres un político, Eulalio>. Y me imaginé nuevamente sentado contando la pastura de la cartera en billetes verdes de doscientos. De a billetes de a dólar se me hacía naco y mediocre. Don Licenciado Regidor Elfegio. <Almícar>, me interrumpió el ensueño, <eso quiere decir que te faltan güevos para servir al pueblo>. ¡Pero Padrino!, le respondí. <Cállate, Alejandro… Eulalio… muchacho, tú. No has entendido ni madres del partido, ni de ser mexicano, ni ser el mero pueblo para el pueblo, pero te voy a dar un chance de dejar de ser político>, me dijo.

Mi incorporación a la cuna de la mexicaneidad fue pronta y elegante. Tan rápido como un idiota llamado Manuel, a quien apodaban El Rayo, terminó en la cárcel por echarse a algún paisano, mi lugar en la honrosa sangre del servicio público (porque eso es lo que somos) estuvo disponible.

¡Padrino!, lo interrogué lleno de júbilo cuando me dieron mis compañeros de la corriente mis dados de peluche, ¿por qué le decían El Rayo? … Y preguntaba porque yo, la verdad, estaba ingresando al gremio popular y mítico. Todos sonrieron conmigo a la pregunta. Salté en gozo al sentirme bienvenido: ¿Conducía como un relámpago? ¿Atemorizaba a todos?, pensé. <Porque es de los pendejos que truenan>, me respondió. <El idiota tenía tres doctorados>. Todos rieron. ¿Y la licencia?, le pregunte a mi Padrino al finalizar mi iniciación. <No seas inepto, Anastasio, con que vean que traes los dados saben que eres buen microbusero>, concluyíó.

Mi primera vivencia me dejó todo muy claro: si tienes tu permiso, andas por mal camino. Pero después de 32 años de militante era mi primera oportunidad de servirle remuneradamente al pueblo. Y como tal, cada mañana, como ésta, despertaba, me ponía la camisa de la ruta, me metía la almohada debajo de ella y desabrochaba el botón a la altura de la panza; en la primera oportunidad compraba El Gráfico mientras transcurría el alto. Pronto comprendí el compromiso de mi empresa, lo que mi Padrino esperaba: yo y los demás microbuseros de la corriente éramos el modelo a seguir de todo mexicano: gordo pero letrado; y me subía gratis en el lugar del cobrador a la primera mujer embarazada que veía para mostrar al pasaje mi generosidad y platicaba con ella. ¿Qué pasó, Lic?, les gritaba a los demás choferes, haciéndoles conversación sin conocerlos. ¿Qué ejemplo le daría al pasaje siendo alguien glacial? Porque mi pesero, como todos los otros, es la cuna de la mexicaneidad. ¡Haz patria y maneja un micro!, me a mí mismo decía emocionado y expugnando espuma por la boca, frente al espejo, mientras me lavaba los dientes por la mañana. Antaño, en la misma superficie lisa, había pegado una etiqueta que decía <Regidor> para creerme algo cuando me viera en el reflejo. Pero mi claxon de tráiler a las cinco de la mañana y la luz que proyectaba en el piso con el logo del América, más que una cuestión de fe, se habían convertido en un logro material, algo a qué aferrarme. En medio de todo ello, al principio me comenzaron a llamar el Lic, un apodo respetuoso, pero con el pasar del tiempo mis compañeros de la ruta me cambiaron el alias por El Chapo.

¡Vale verga!, pensé, usando esas palabras, porque mi convivio con la raza me iba haciendo cada vez más republicano. ¿Por qué El Chapo?, le pregunté una vez a mi Padrino. <Hijo, yo sé que te has esforzado>, me he esforzado, Padrino; respondí; <yo sé que te has desmañanado>, me he desmañanado, Padrino; afirmé; <yo sé que has mantenido recto al volante de tu micro>; lo he mantenido, Padrino; confirmé; <demasiado>, puntualizó, <y yo sé que has dado todo en esperanzas que serían probablemente infértiles>; no seas puto, reclamé; <¡bueno!, yo fui quien se la jugó contra toda esperanza poniéndote al volante, así que de puto nada tengo>, me confió, <pero te voy a decir la verdad, tu nombre está bien pinche gacho, Elfegio. ¿Pues qué?, que te digan Chapo>, resolvió, y yo estuve de acuerdo. Significó mucho para mí enterarme de que en verdad sabía mi nombre, pero se lo tragaba el chingón de mi Padrino por puro pinche cariño. Don Licenciado Regidor El Chapo, pensé, y se oía más chipocludo.

Fue cuando el amor tocó a mi puerta, o me hizo la parada, por decirlo más a mi nuevo modo. Mi profesión, de ley, la comencé a ver bien pinche fregona. ¿Que quiere alguien subirse a cantar? Órale, aquí yo soy La Academia, ¿que quiere pedir feria para seguir estudiando?, ni que fuera Fundación Azteca: ¡soy El Chapo y aquí puede subirse a pedir aunque no dé suficiente lástima!, ¿que vende discos?, que suba el MixUp de los pobres. Y así. La pura banda. Pero fue poniéndome hasta el frente en cada alto, respetando la línea peatonal para dejarle el paso a las damas, que logré socialmente mis servicios más altos. Incluso mis colegas lo notaron, pensé.

Señorita, les decía, ¿usted cree que esta pieza se me paró? <¿Cómo, joven, se descompuso?>, respondía cada una mientras pasaba frente a la unidad sobre la cebra del asfalto. Con alguna que recuerdo bien, el fuego del malabarista que estaba detrás de ella le daba el aura que su visible tristeza le retraía. Y para alegrarlas les decía: no, señorita, si se paró es que no puede estar descompuesta. Más bien quisiera yo ser mecánico para meterle mano a esa máquina, ¡chula! … Y luego les chiflaba. Y dejaba en cada semáforo libre, como desde el principio, el paso peatonal, mientras cumplía con mi ejemplar tarea de hacer sentir importantes, cada vez que lo notaba, a las víctimas de los desprecios de otros hombres.

Padrino, le dije, lo he pensado bien y quiero yo cambiarme el nombre, tatuármelo, el de El Chapo. Y el ojete se botó de risa. <Estás bien pendejo, Elfegio>, me respondió. No, Padrino, a partir de ahora usted va a llamarme El Chapo. Seré el líder de los microbuseros, de la cuna de la mexicaneidad, de las arterias de la Patria, el hombre más poderoso de México con nuestra corriente y el Partido, el tocayo de los otros Chapos, le declaré. <¿Estás pacheco, Elfegio? ¿O El Chapoteadero, debería decirte?>. ¿Entonces no me decían El Chapo de cariño?, le pregunté poniéndome del color de sus ojeras. <Pues… como diminutivo de Chapoteadero>, me respondió.

Yo consideraba mis opciones: ser El Chapoteadero hasta eso no estaba mal. Tatuármelo quién sabe. Pero como seguro era por mojar a las chiquitas … <Porque se te meten hasta los niños cuando manejas, ¡pendejo!>, me aclaró mi Padrino, me zangoloteó los hombros.

Por eso esta mañana que frente al espejo me abrocho la camisa, y me acomodo la almohada a la altura de la panza y me suelto el botón, hallo en la opción de pisar el acelerador frente a las normas del camino lo que yo quería: convertirme, poco a poco, semáforo en rojo a semáforo en rojo, en El Rayo.

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