Con el final del verano llegaron las lluvias,
las torrenciales,
plásticas cirujanas
que arreglan del paisaje
las partes que parecían destino.
Torrenciales,
reumáticas de viento.
Llegaron.
Llegaron las lluvias con el final del verano,
las que redibujan lo inmutable.
Con ellas un conejo.
Mojado el conejo, desde luego mojado.
No sólo se robó, para abrigarse,
mi periódico,
sino que arrasó con la yerba verde
de mi jardín privado,
y ahora, tal parece, ¡crecen flores!
Para que tampoco yo pasara frío,
además del periódico
se robó el tiempo que yo le dedicaba
al periódico,
y llenó la tundra de mi diario,
a diario,
¡con buenas noticias!
Pero arrivó el otoño
y las lluvias se fueron
a otra parte.
No sé si mi conejo
persigue el color verde o el diluvio.
La esperanza;
la desesperanza.
¡Yo al conejo!
Su batán cuádruple enlodado
(y de la buena suerte)
que aligera la expresión
de la sala de gamusa clara.
Entonces mi conejo probablemente persigue los diluvios.
Con el final del final del verano
se han ido las tormentas
y mi corazón lo he pintado de verde
para poder decirle sin decirle
«quédate, conejo, ¡quédate!».